El mes de mayo es tiempo de primeras comuniones. Hoy por hoy, uno de los sacramentos con más carga social. Al reducirse las bodas, y los bautizos todavía sin alcanzar el nivel de consumo de aquellas, aunque todo se andará, sólo quedan las primeras comuniones que van convirtiéndose en un dispendio absurdo y antievangélico.

Cuando en una reciente tertulia televisiva salía el tema, las cifras relativas al menú o al traje eran realmente escandalosas. Un diseñador de los que salen en el papel cuché aportaba su dosis de glamour ofreciendo diseños para novias, adaptados a las niñas, por el módico precio, decía, de mil doscientos euros. ¡Ver para creer!

Las primeras comuniones se han convertido en bodas en miniatura, sin novio pero con padres que ya ensayan el papel de padrinos. Y, por supuesto, con lista de regalos y con empresas que esperan la celebración como agua de mayo. Ya no se usan aquellos desayunos en el parque de la iglesia en el que todos nos dejábamos en el atuendo el rastro del chocolate. Hoy no hay primera comunión que se precie, donde no se invite a toda la parentela a un almuerzo con payasos incluidos en el precio y tarta para la ocasión. No hace mucho, viendo un concurso televisivo donde puede ganarse no sólo minutos de gloria sino también algunos miles de euros si hay suerte y se tiene un bagaje cultural medianamente aceptable, un padre en paro competía con la única motivación, tal y como confesó, de costear la primera comunión de su hija.

Es curioso, pero casi todos esos niños ya han desfilado con sus trajes y ya han experimentado diríamos la cita previa: sus madres les han vestido con sus galas nupciales y han ensayado las poses más dispares para sus recordatorios. Hay, sin embargo quienes se resisten ante tanto horror. Y se plantan dignas o rotundos ante los suyos y les espetan, para desolación de más de una madre, que a ella no la viste de novia, que no. Y, por supuesto, que eso de ir vestido de capitán es voluntario y que a él no le va la mili.

Todo este tinglado de la hoguera de las vanidades en versión infantil tiene su peso. Un peso que es difícil desmontar. Con un pretexto religioso se pone en evidencia una increíble necesidad de apariencia y consumo que atrapa a las familias en un fasto dilapidador y absurdo. Contra este muro se han estrellado miles de iniciativas pastorales.

Alguien debería preguntarse en serio qué pretenden celebrar esas familias y esos niños. Si vamos al fondo de la cuestión, se trata de comulgar con Alguien que hizo de los pobres y marginados la opción fundamental de su vida. Es decir, Alguien que entendió su vida como compartir el destino de los más desfavorecidos. Por ello, el gesto de comulgar con Él debería ser mínimamente coherente. Se impone la austeridad. ¿Por qué no aprovechar esta ocasión para educar a los niños en la solidaridad y en el compartir con los más desfavorecidos? ¿Cómo hacer entender a grandes y pequeños que comulgar con Jesús es identificarnos con su proyecto de vida, con su estilo y con sus preferencias?

Hay, sin duda, honrosas excepciones y propuestas pastorales que ofrecen alternativas válidas a este día que llamábamos "el más feliz de mi vida". Hoy los vientos soplan en otras direcciones, pero el reto está ahí: hacer de este día un final de fuegos artificiales y de plataforma social o el inicio de un itinerario de maduración cristiana. El encuentro familiar y festivo que prolonga la alegría de este acontecimiento no está reñido con la comunión con Cristo. Lo que sí no tiene vuelta de hoja es convertir esta etapa de la vida de un niño en escaparate de frivolidades.

No está de más evocar unas palabras del papa Francisco el pasado mes de febrero. Apuntan a lo nuclear y van al blanco: "Es importante que los niños se preparen bien para la Primera Comunión y que ningún niño se quede sin hacerla. Porque es el primer paso de esta pertenencia a Jesucristo fuerte, fuerte, después del Bautismo y la Confirmación". Todo lo demás es atrezo. Y, ¡cuidado!, porque puede convertir en un horror el argumento.