Hace meses alguien señaló que el diseño de la entrada de capital privado en Aena era un inquietante ejemplo de privatización sin liberalización. Parece que tenía razón. Como prioridad absoluta al Gobierno (perdón, al Estado, en qué estaría yo pensando) le urge liquidez. Perras. Después de las grandes privatizaciones de los noventa la única empresa estatal que queda por ordeñar es Aeropuertos Españoles y Navegación Aérea del Ministerio de Fomento. Sacando a subasta el 49% de las acciones de Aena se piensa recaudar unos 3.500 millones, lo que estimula hasta el paroxismo los jugos gástricos del Ministerio de Hacienda. Un 21% lo constituirán tres accionistas de referencia (los señores March, Ferrovial y el Fondo TPI) y el 28% se reserva para inversores institucionales, colocadores y particulares y empleados, que también tiene su corazoncito, aunque encogido después de sucesivos ERE y congelaciones salariales. Pero nada de competencia. La competencia, la innovación y la autonomía empresarial le levantan ronchas a un partido cuyo liberalismo no es otra cosa que el after shave con que se perfuman para que su capitalismo de rufianes y cómplices no hieda demasiado a cloaca. El capitalismo del palco del Santiago Bernabéu, como lo caracteriza un rojo tan peligroso como Luis Garicano. Ni monopolio público ni competencia privada, sostenía el profesor Xavier Fageda: Aena será un monopolio privado que se atendrá a los criterios de rentabilidad más ferozmente carpetovetónicos.

Como no cabe depositar mucha confianza en que el capital público y el capital privado consensúen esfuerzos en potenciar Aena como un gran operador de alta eficiencia con capacidad de internacionalización, lo más predecible deriva hacia una situación en la que se maximizará la rentabilidad a corto plazo como criterio de gestión incuestionable sin un regulador claro en todo el proceso, porque reservarse el 51% de las acciones no te convierte en una entidad reguladora con las potestades imprescindibles. Será un buen negocio para los accionistas mayoritarios, pero es muy dudoso que lo sea para el conjunto de los aeropuertos españoles y, en el caso de Canarias, significa una nueva amenaza. Transformar los aeropuertos del Archipiélago, que en el sistema económico isleño tienen un valor estratégico, en un monopolio privado y al mismo tiempo ajeno a cualquier liberalización supone otra hipoteca terrible para el futuro de este país, que depende de su conectividad aérea interna y externa para sobrevivir.