Hace unos días tropecé con una amiga a la que hacía tiempo no veía y de quien me sorprendió, en su escueta conversación, algo así como una parálisis progresiva de la palabra siendo tan habladora como siempre había sido. Viendo mi sorpresa, y en una confesión de clara sinceridad, me explicó el porqué de su prudente actitud, mostrándome acto seguido su boca con una gran ausencia de dientes, arriba y abajo, por culpa de una piorrea, aunque a la espera del mayor motivo de alegría de su vida, que sería la entrega de una dentadura postiza mucho más bonita que la suya propia y con la que además podría masticar mejor los alimentos, cosa que hacía mucho tiempo no podía hacer. Ya en casa, recordé entonces la anécdota sobre una amiga mía (ocurrida hace casi cincuenta años) que, aun a pesar de ser cómica, tiene cuando menos su lado dramático.

Mi amiga, joven y bonita (guayabillo), acababa de casarse con el hombre por el que siempre había sentido una descarga eléctrica de alta intensidad, y con quien ponerle petróleo a la relación y pegarle un fósforo encendido para que continuara ardiendo nunca le hizo falta, así es que después de la ceremonia de la boda y la estupenda celebración, los felices recién casados, con un entusiasmo desbordado, marcharon a pasar la noche de bodas en un conocido hotelito de Tafira Baja como palomo buchúo y paloma arrebatada.

La recién desposada se despojó, en el cuarto de baño y a escondidas del enamorado marido, de su prótesis dental (dos paletas y dos colmillos superiores) para darle una buena batida y dejarla reluciente, cuando, ¡oh, sorpresa!, en un descuido de su pulso nervioso, el aparato dental cayó por aquel espacioso desagüe (boquete) sin rejillas del lavabo y sin esperanzas de recuperación, con lo cual la compungida novia, que ya andaba ella más alegre que una verbena porque iba a conocer "varón", se arrugó como el lino quedándose con una sobredosis de vergüenza, más la preocupación por enderezar aquella situación desesperada que intentó sin éxito.

Aún con la respiración casi imposible de medir, la angustiada mujer se llenó de valor saliendo del cuarto de baño arreglada (tollo compuesto) con camisón y bata a estrenar, pero desdentada y afligida como una Magdalena. El impaciente y enamorado esposo, ignorante del defecto de su amada (es más, una de las cosas que le enamoró de ella fueron sus dientes parejitos y apretados como una cabeza de ajos) al verla transformó su euforia en un estado de desmayo (soponcio) y asombro del que no salió en el resto de la noche, pues la visión de aquella mujer, con la cara estropeada como una fechadura vieja, los ojos hinchados de llorar (como chopas de vivero) y casi tartaja porque las palabras se escapaban por aquel puente sin dientes de su encía, fue instantánea como el nescafé y una desagradable conmoción contra la lujuria (a pesar de su insinuante camisón de encaje francés) el agua que apagó el fuego de su hoguera (fogalera) aquella noche, con lo que el pobre se sintió deprimido como si lo hubieran invitado a jugar una partida de envite para jubilados.

Durante tres días ella se negó a abandonar la habitación del hotel, pues el temor a encontrarse con algún conocido que la viera sin dientes y que pensara que su recién estrenado consorte la había maltratado sacándoselos de un trompazo, fue superior a los deseos de ambos de pasear por el jardín y bajar a desayunar. El resto de la frustrada luna de miel lo pasó la contrayente en la silla del dentista, con el ánimo de plomo como un tabique derribado, y en el encierro de su pisito de amor haciendo punto de cruz, festones y cadenetas hasta que el protésico le entregara los nuevos dientes que, por cierto, siempre le han lucido hermosos como a las reinas de los culebrones, y ni por asomo se podría pensar que son dos paletas y dos colmillos agregados a su propia dentadura.

Mi amiga y su marido aún lo cuentan entre risas, y escucharlos resulta tan agradable como un ambientador con olor a limón, pero aquello tuvo que ser más cruz que tener hambre y comer con moderación. Por esto hay que ponerle siempre la tapa al desagüe del lavabo para lavarse los dientes porque, siendo tan absorbente como una aspiradora, nos puede aumentar la frecuencia cardiaca por un susto así..., además de dejarnos más feos (cocoriocos) que una mala palabra. Que tengan un buen día.

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