El presidente. Quiero ser el presidente o quiero seguir siéndolo. Alguna vez desearía ser seducido por una explicación sobre la atracción fatal del poder, tan inexplicable como su correlato, la obediencia voluntaria, la fabricación del consentimiento. Porque ser presidente del Gobierno es un puro espanto interminable. Ser presidente del Gobierno es, dicho brevemente, un asco. Aunque en el imaginario popular se visualice a los presidentes de gobierno echados en un triclinium mientras beben vinos y saborean manjares la realidad es infinitamente más menesterosa. Los aspirantes incluso lo pasan peor. Fíjense en Pablo Iglesias. Era un joven delgado hace apenas medio año; ahora parece que se lo puede llevar el viento en cualquier momento. Se le ha afilado aún más el rostro, inclina las espaldas, se mueve con diligente cansancio. Corre de una conferencia a un mitin, de un mitin a un plató de televisión, regresa a su escaño en Estrasburgo, recibe a decenas de personas, debe apagar fuegos y fogaleras en un partido todavía germinal y repleto de contradicciones, alelados y oportunistas. Y aún le queda medio año.

Los presidentes del Gobierno viven en la perpetua zozobra de la desconfianza. Desconfían de los que tienen a su alrededor: de su capacidad y eficacia, de su sinceridad operativa, de su auténtica lealtad. En las sociedades más o menos democráticas representan un nudo donde se entremezclan infinitos compromisos: personales, institucionales, jurídicos, económicos, culturales. No es que un presidente del Gobierno no pueda hacer lo que le dé la gana: es que muchas veces no puede hacer apenas nada. Y sin embargo es elogiado, lisonjeado, detestado, odiado o vituperado por todos. Un presidente no renuncia voluntariamente a la ética de sus convicciones: se refugia, para no enloquecer, en la ética de la responsabilidad. A su alrededor muchos claman por que no abandone y señalan peligros, acechanzas y traiciones y otros tantos trabajan meticulosamente para enterrarlo por siempre jamás en el olvido, y a menudo ambos grupos no son fácilmente discernibles. La política -sí, ya soy weberiano del todo- no es el espacio para la redención de las almas. El trabajo de un presidente del Gobierno consiste en fajarse en la ingratitud cotidiana.

En la toma de posesión de Abraham Lincoln, su predecesor, James Buchanan, tenía la maleta hecha a su lado. Le estrechó la mano al nuevo presidente y le dijo: "Menos mal que está usted aquí ya. Mire, este trabajo no es para hombres honrados". Cogió la maleta, se marchó corriendo y no paró hasta llegar a su casa en Pensilvania.