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Reflexión

Tan infantiles como etnocéntricos

El 60 % de la población mundial no usa internet. Andamos por estos pagos dando vueltas a la revolución digital, profetizando el fin de la era Gutenberg, el cambio de civilización, el verdadero fin de la Historia, no el que auguró Fukuyama, y resulta que todo eso, si es, lo será para unos pocos, los que escriben/escribimos la Historia. De nuevo, los datos demuestran que existe vida más allá de nuestras narices, aunque no la veamos o prefiramos no verla. A través de esa misma red social, el arriba firmante, que está en el lado bueno del mundo, se entera de que una amiga cooperante en Mozambique ha estado contando los días sin luz eléctrica. ¿Se imagina usted un mes de febrero entero sin nevera, sin calefacción eléctrica, sin sus series preferidas y sus partidos de fútbol en la televisión, sin ordenador? Pero incluso hay otra vida delante de nuestras propias narices, porque el informe concluye también que el 22 % del mundo desarrollado está desconectado. Etnocentrismo es como llaman los sociólogos a la tendencia a otear el mundo desde el punto de vista de la cultura propia. Una variante es esa actitud tan castiza de ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. El refrán viene al pelo ahora que la Unión Europea ha decidido ser condescendiente con los problemas con la deuda y el déficit público de Francia e Italia, el cogollito, vamos, del proyecto común para el viejo continente, mientras mantiene las posturas firmes con Grecia y, también, España, a la que no ha rebajado las condiciones de reducción de su déficit: un 3 % a finales de 2016 (estamos en el 5,5 % tras el esfuerzo realizado, porque en 2011 tocábamos el 9 %). Privilegios dentro del mundo privilegiado, en resumen. O siempre ha habido clases. Dicen los pedagogos que el niño empieza a adquirir uso de razón cuando comienza a entender que el mundo no se acaba allí donde alcanza su mano. Es otra manera de describir el etnocentrismo, que, visto así, no es sino una forma de infantilismo. Tan arraigado está en nuestro tejido social que, después de 3.200 años desde la Antigua griega, a los de esta civilización occidental nos cuesta asumir que el mundo no empieza ni acaba en nosotros. Es inevitable pensarlo al leer cada mañana la deriva europea, o al ver a presidentes que siguen aferrados a su visión de las cosas cuando todos los demás representantes políticos les dicen que su panorámica de la realidad es miope. Y qué decir de aquellos líderes que ven la corrupción siempre en la vida de los otros, nunca en la propia, o de aquellos intelectuales catalanes que ahora se han empeñado en que el bilingüismo "mata". Somos como niños y nos cuesta mirar poco más allá de nuestras lentes.

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