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A tiempo y a destiempo

Hace 50 años de la primera misa en la lengua del pueblo

Hoy, a las 6 de la tarde, hora italiana, el papa Francisco presidirá la Misa en la iglesia de Todos los Santos de la vía Apia Nueva de Roma. Hace exactamente 50 años, en esa misma iglesia, el beato Pablo VI celebraba la primera eucaristía en italiano. Todavía estaba abierto el Concilio Vaticano II, cuando el Papa quiso asumir la iniciativa y ponerse al frente de la reforma litúrgica. No era el rito definitivo que entraría en vigor con el nuevo misal romano el primer domingo de Adviento de 1969, pero la misa de aquel domingo era un esbozo previo del nuevo orden preparado y ejecutado con experiencias graduales en diversos ámbitos pastorales. "Se inaugura hoy, para todas las Misas con pueblo, la nueva forma de la liturgia en todas las parroquias e iglesias del mundo -afirmó el Papa en su homilía de aquella tarde - Este es un gran acontecimiento que debe recordarse como inicio pujante de revitalización de la vida espiritual y como un nuevo empeño para corresponder al diálogo entre Dios y el hombre."

El papa Montini, minucioso y preciso, no quería aventuras, pero sí acercar la riqueza de la liturgia al pueblo de Dios. Siendo todavía arzobispo de Milán se había declarado insatisfecho por cuanto se había propuesto hasta el momento en el concilio sobre el tema y suyas habían sido las intervenciones más decisivas en favor de la introducción de las lenguas nacionales en la liturgia. "Si excluimos la lengua vulgar en la liturgia -había afirmado el 26 de marzo de 1962- perderemos sin ningún género de dudas una oportunidad óptima para educar al pueblo y restaurar el culto divino".

No es de extrañar, por tanto, que una vez Papa capitaneara una reforma que tantas tensiones desataría y sigue desatando. Sin embargo su empeño, valiente y decisivo, ha supuesto apertura y acercamiento a sectores de la sociedad totalmente alejados de la Iglesia. El trabajo realizado no fue fácil ni sencillo. Pero para el Papa la razón pastoral era determinante. "La razón puede parecer banal y prosaica -afirmará el pontífice- pero es válida; porque es humana, apostólica. Vale más la comprensión de la oración que el vestido antiguo y aterciopelado con que la vestimos. Vale más la participación del pueblo. De este pueblo que habla y usa en sus conversaciones normales palabras claras, comprensibles. Si por divinizar el latín excluimos a los niños, a la juventud, al mundo del trabajo y de los negocios, si el latín se convierte en un diafragma opaco en lugar de un cristal transparente, ¿haríamos bien nosotros, pescadores de almas, en conservar esta lengua para usarla de forma exclusiva en la conversación orante y religiosa?"

Sorprende la determinación del Papa en aquel momento, pero ya San Agustín en el siglo V había asentado un principio pastoral que debería seguir vigente: "Prefiero hablar cargándome la gramática, pero haciéndome inteligible al pueblo, que hablar de forma pulida, pero incomprensible."

El Papa pasó lo suyo y todavía hoy se sienten los coletazos de aquella decisión. Comenzó la guerra de los misales y se le acusó de herético y antipapa. Montini no ignoraba los riesgos y denuncia expresamente alguno de ellos: "Esta reforma presenta algunos peligros -afirma- especialmente uno, el del libre arbitrio ("creatividad salvaje", llamarán algunos), y consecuentemente la ruptura de la unidad espiritual de la comunidad eclesial, de la excelencia de la oración y de la dignidad del rito. El pretexto pueden encontrarlo en los múltiples cambios introducidos en la plegaria tradicional y común. Sin duda se ocasionaría un gran daño si la solicitud de la madre Iglesia en conceder el uso de las lenguas habladas, ciertas adaptaciones a los deseos locales, abundancia y novedad de textos y ritos, así como otros desarrollos del culto divino, generara en la opinión pública la convicción de que ya no existe una norma común, fija y obligatoria en la oración de la Iglesia y que cada uno puede hacer y deshacer según su criterio".

Hoy, el papa Francisco quiere recordar con una misa, en el mismo lugar y a la misma hora, aquella otra misa. Es la manifestación del apoyo incondicional que le ha merecido siempre su admirado Pablo VI. El camino transcurrido hasta hoy ha sido revolucionario y, por lo mismo, tortuoso. Allegro ma non troppo.

Este apoyo es una apuesta por lo que debe resultar evidente: los pastores y los fieles deben continuar celebrando la Eucaristía y los otros sacramentos con fidelidad a los libros litúrgicos renovados, buscando la belleza y la participación activa de toda la asamblea. Esta es la forma ordinaria que se debe seguir. Hay también otra forma, extraordinaria, que el papa Ratzinger ha permitido usar en toda la Iglesia sin la obligación de pedir permiso previo, siempre que haya un grupo estable que lo pida. Ha extendido el permiso, no la obligación, ni tan siquiera la recomendación.

"Celebrar es entrar y hacer entrar en el misterio" -decía hace unas semanas el papa Francisco al clero romano-. Entre el show y el rubricismo está la normalidad. Y la primera condición de un diálogo normal es que se nos entienda. En estos tiempos de urgencias evangelizadoras es preciso recordar lo que el papa Bergoglio afirma en su documento más emblemático Evangelii Gaudium 24: "La Iglesia evangeliza y se evangeliza a sí misma con la belleza de la liturgia", siendo conscientes de que esa belleza no procede del atrezo, ni la garantiza el espacio, la grandiosa intervención de un coro, las notas del órgano barroco o la corrección del lenguaje. Todo eso ayuda y acompaña el arte de celebrar, pero la belleza de la liturgia emerge, ante todo, de la autenticidad de lo que se hace.

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