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El análisis

No sin mi móvil

El desarrollo tecnológico de los últimos años ha revolucionado muchos aspectos de nuestra vida y en el terreno de las comunicaciones se ha hecho especialmente patente. Si en su momento la aparición de los ordenadores personales y el acceso a Internet ya supusieron un cambio radical, en el caso de los teléfonos móviles y de otros instrumentos complementarios como las populares "tabletas" el salto ha sido espectacular.

Con datos obtenidos del último Informe del Ontsi (Observatorio Nacional de las Telecomunicaciones y de la Sociedad de la Información), correspondiente a 2013, se desprende que la penetración de la telefonía móvil en España alcanza el 96% (de hecho existen más aparatos que habitantes en disposición de utilizarlos), superando la fija (83%) y muy por delante de Internet (70%) y no digamos de la TV de pago (21%). Pero llama más la atención el caso de los "smartphones" (teléfonos inteligentes) entre mayores de 15 años, donde alcanza ya el 54% y el de las tabletas el 29%, en línea ascendente con incrementos superiores al 10% anual, lo que sitúa a España a la cabeza de la U.E.

Así las cosas, no creo que haya muchos hogares españoles en los que no cuenten con alguna de estas herramientas; las estimaciones apuntan a que cada miembro de la unidad familiar posee una o ambas, por cierto, y esto sí que es sorprendente, sin distinción de edad y diría más, incluso con independencia de la condición socio-económica de los usuarios.

Hasta tal punto llega el uso y abuso de estas nuevas tecnologías que están generando auténticas adiciones, trasformadas ya en patológicas. La nomofobia es un trastorno real (dentro del espectro de la ansiedad) que se manifiesta con un miedo irracional a la pérdida o incluso al olvido del teléfono móvil, a que podamos perder la cobertura del mismo o a que el aparato en cuestión se quede sin batería.

Curiosamente, no es que las personas que utilizan los teléfonos móviles estén esperando una llamada o piensen realizarla de inmediato, no, no es esa la razón sino otra, que ha eclosionado como una auténtica revolución, y no es la única. Me estoy refiriendo a los "WhatsApps", que en la práctica han venido a sustituir a los correos electrónicos y a los mensajes tradicionales vía telefónica, entre otras razones porque aquéllos no tienen coste o es insignificante; desde esa plataforma se establecen más de 800 millones de contactos diarios en todo el mundo.

"Guasapear" (como se dice coloquialmente) se ha convertido en todo un fenómeno social, hasta el punto de interferir en las relaciones interpersonales. Como digo, es un hecho muy visible en la vida cotidiana y en ámbitos donde no deja de sorprender, como pueden ser los centros educativos (colegios e incluso en la universidad) o en lugares que ofrecen todo tipo de espectáculos (cines, teatros, conciertos, salas de conferencias, etc.), y no digamos en el ámbito laboral.

Al fenómeno anterior se unen nuevos escenarios representados por las "redes sociales", en las que se ven involucrados centenares de miles de personas casi de forma simultánea, son otro de los elementos perturbadores en el mismo sentido. Sólo por citar dos casos: Twitter e Instagram cuentan con 300 millones de usuarios cada una; en el primer caso generan 65 millones de "tuits" cada día y en el segundo se comparten más de 70 millones de fotos y vídeos, todos los días. No creo que sean necesarios más comentarios.

Como se desprende, estos dispositivos tan serviciales en muchos aspectos se están convirtiendo en auténticos depredadores de nuestras mejores costumbres y, lo que aún es peor, de nuestras emociones. El diálogo familiar, con amigos o con las parejas respectivas, se está resintiendo; el contacto físico es sustituido por el virtual, siendo como es tan necesario, y la concentración para llevar a cabo cualquier actividad profesional o para estudiar también se está viendo afectada de forma negativa, en ocasiones poniendo en riesgo la vida de propios y extraños (por ejemplo, cuando se manejan máquinas o vehículos). Y casi nadie es ajeno, cualquiera que sea el grado de intensidad, porque todos los que disponen de estos medios se distraen -nunca mejor dicho- mucho más que antes de poseerlos, lo que supone abandonar otros hábitos más saludables, tanto físicos como intelectuales, cuando no responsabilidades laborales.

Un reciente acontecimiento en el que se vio involucrada la presidenta (en funciones) del Congreso de Diputados, durante el último debate sobre el estado de la nación, ha puesto sobre el tapete la realidad a la que se ha hecho mención más arriba, por más que haya sido en un lugar y en unas circunstancias inapropiadas, desde cualquier punto de vista. Por desgracia no es un caso anecdótico. Cabe preguntarse a dónde vamos a ir a parar o cómo se puede revertir la situación que camino lleva de conducirnos a un mundo de relaciones frío y distante, por no decir de autómatas, donde incluso el lenguaje (sobre todo verbal y no verbal) se sustituye por "emoticones" o símbolos ideográficos que pretenden suplir incluso a la escritura; y qué decir de la ortografía.

Nada me impide pensar que este nuevo desafío será superado con otras prácticas alternativas que nos permitirán recuperar las mejores esencias de nuestra convivencia, pero tampoco veo cómo y de qué manera se llevará a cabo este proceso tan deseable como necesario; apoyo mi convicción en la esperanza de que lo que sea será mejor de lo que es, como casi siempre, incluso sin mi móvil.

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