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Crónicas galantes

La angustia de los millonarios

Tras caer derrotados por un equipo alemán de lo más corriente, los jugadores del Madrid confiesan estar viviendo un drama bajo los efectos de la "angustia" y la "ansiedad" que les produjo tal lance. Y eso que sus contrincantes del Schalke no los apearon -por los pelos- de la competición europea.

A unos profesionales que ganan entre 4 y 35 millones de euros brutos al año habría que suponerles un cierto blindaje frente a la depresión; pero qué sabe nadie de sus cuitas, como decía el filósofo Raphael en cierta famosa canción. Estas preocupaciones de orden existencial que de vez en cuando afligen a los futbolistas demuestran que, a pesar de su frecuente condición de ídolos, no dejan de ser personas de carne y hueso, con su corazoncito y su hígado.

Circula sin embargo por ahí la idea a todas luces exagerada de que los astros del balompié son gente solo preocupada por el chasis: ya sea el de las mode-los de pasarela, ya el de los últimos modelos de automóvil. Algo pudiera haber de verdad en esa descripción; pero no resulta menos cierto que -a su manera- los futbolistas son también gen-te lo bastante solidaria como para compartir las angustias de las gentes del común. Es una prioridad.

Nada hay de lo que extrañarse, si se tiene en cuenta que el fútbol es un deporte esencialmente igualitario y democrático. Consiste, como se sabe, en que once acaudalados deportistas -a menudo, multimillonarios- salgan al escenario en calzones y suden como galeotes para complacer a millones de espectadores pertenecientes a la clase trabajadora.

El fútbol se convierte así en una de las pocas ocasiones que tienen los pobres y las clases medias de la Tierra de ver trabajar -por una vez- a los ricos y divertirse a su cuenta. Previo pago, eso sí, de una modesta entrada o de una cuota de pay per view que siempre parecerá rentable al que la disfrute.

De ahí que, por alto que sea el caché de los jugadores, no quede sino considerar al fútbol como un ejemplo de beneficencia. No solo ayuda a liberar las tensiones de la población en tiempos de crisis, que eso ya ocurría en tiempos de Franco. Lo más importante es que fomenta una cierta ilusión de igualdad entre los potentados del césped y los asalariados de la grada, con los beneficios que eso ha de traer para la convivencia cívica.

Con sus humanísimas ansiedades y agobios tras una derrota, los jugadores del Madrid han demostrado que no todos esos ricos a los que Pablo Iglesias va a ordeñar se comportan necesariamente como el avaro Míster Burns de Los Simpson. Dan fe de ello, a mayores, otros milmillonarios más convencionales como los americanos Bill Gates y Warren Buffett, miembros del Top Ten de Forbes que han donado gran parte de sus fortunas para obras de lo que antes se llamaba caridad. De hecho, patrocinan una fundación que pasa por ser ya la más importante y mejor dotada organización de beneficencia privada del mundo.

Los futbolistas no llegan a tanto -y a veces, a nada porque hay que ser realistas-, pero aun así el suyo sigue siendo un ejemplo de solidaridad con los menos agraciados por la fortuna. Por complacer a estos últimos, no dudan siquiera en actuar en paños menores para deleite de las multitudes. Y, como si eso no bastase, ahora nos han hecho saber que también ellos padecen al perder un partido las angustias que creíamos exclusivas de quienes van de peatones por la vida. Si el fútbol no existiese, habría que inventarlo.

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