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Javier Durán

Desviaciones

Javier Durán

Política líquida

La corriente mimética de echar en todas las salsas de las organizaciones políticas algo de democracia interna, aunque sea a modo de tímido sazonamiento, no equivale por fuerza a dejar de lado viejos hábitos faranduleros pese al cabreo general contra ellos, sus privilegios, sus corrupciones y su falta de saber estar en la cosa pública. Zgymunt Bauman subraya en referencia a la cultura en la modernidad líquida, su gran aportación, la agonía del carácter misional de los grandes discursos al ser sustituidos progresivamente por la espectacular seducción. Y hago un paréntesis ineludible: el filósofo estará el día 23 de marzo en Agüimes, en las XIII Jornadas Familia y Comunidad para hablar de Los padres y los hijos en el mundo líquido-moderno. A remolque de Bauman reflejar, pues, la desgraciada aceptación de que la política no puede sobrevivir sin determinados artificios, sin las malas artes que despiertan la admiración y el rechazo, en definitiva lo que la convierte frente a una inminente cita electoral en pasto de la célebre cita de Sócrates: "Solo sé que no sé nada".

Y en este tono de incertidumbre cabe preguntarse sobre cuál es la razón de que una vez más nos toque pasar por los fastos del personalismo. José Miguel Bravo de Laguna, un hacedor de la transición, no se debe a su dignidad, honor y autoestima, sino más bien al respeto a sus votantes, que lo pusieron en el Cabildo insular con las siglas del partido que ahora abandona. Su permanencia con unos consejeros que ya no lo respetan no sólo supone un caos para la gestión de la institución, sino que ahonda aún más en el descrédito de la clase política. El derecho a la pataleta debe quedar en inferioridad frente al interés democrático manifestado por los votos. Volvemos a lo de siempre: determinados representantes consideran que su campo de actuación es privado, dependiente de sus humores y de sus necesidades. Y están equivocados. Saturno no solo devora al hijo, que le pide encarecidamente que no lo deje en una situación comprometida o de ruina de cara a su futuro electoral, sino que arrasa con los jirones de un electorado que, iluso, creyó alguna vez en la sinceridad de los deseos de renovación, refundación, transparencia y descompresión lanzados al aire por un estamento profesional que tiene entre sus credos hacer lo que mejor le viene para fortalecer su cuestión personal, aunque pagados con el talonario de los impuestos.

La política española carece de seriedad. Hay una masa enfurecida que blande el arma del voto de castigo. No es bueno para la estabilidad democrática la ira, pero peor es ver como determinados elementos -en la izquierda también- deciden encaramarse a una plataforma ganadora, con la consiguiente traición a todos los que lo promovieron para alcanzar una meta en su propio beneficio. La secuencia crisis y a continuación escepticismo ha llenado el espectro de individualidades que, al albur de las redes sociales, se han trabajado unas fortalezas que ahora utilizan para situarse en el mejor puesto de salida con quien mejor le convenga. Otros alimentan maniobras de cómic: así ha sido con el excomisionado Fernando Ríos, que no duda en apuntarse a Podemos para competir en las primarias. Una experiencia lamentable para la sociedad, a la que no le queda más remedio que emplearse a fondo con su aspiración a un castigo rotundo, o bien convertirse en partícipe de esta desfachatez, o bien engrosar la experiencia de la abstención.

Pero esta senda de la política líquida alumbrada por Bauman tiene sus navajas más afiladas en los cortes inesperados. Constituye un síntoma de vacuidad determinante perder el tiempo con el compromiso catártico de unas primarias, como paño capaz de abrillantar la plata más oscura. Y al final para nada: una tropa, familia o parentela saca la piedra para pulir la hoja con el objetivo de eliminar a el/la recién nombrado/a, falto de expectativas, producto de la extrema ignorancia, de la ingenuidad exagerada de la militancia o de una trapisonda de los votantes externos, confabulados con los enemigos. Sea por una u otra tesis, hay que descabezar y poner a otro.

En este país nos hemos dedicado hasta la saciedad, por no decir hasta la náusea, a recrearnos en la ensoñación de un imprescindible cambio generacional, en la necesidad de dar paso a otros más jóvenes, en evitar la malsana costumbre del tutelaje permanente. El resultado de esa esperanza, que también es la de muchos padres con unos hijos con una alta cualificación, no ha sido más decepcionante: muchos están en el extranjero triunfando o aportando con éxito lo que le han enseñado las universidades españolas. Otros tratan de mantener el tipo en un perverso mercado de trabajo que los trata como mano de obra común. Y los que se han metido en política resisten los embates de los que les exigen lo que nunca les ha sido requerido a los que llevan décadas y décadas sin bajarse de un coche público.

Como es lógico expongo estas preocupaciones a la vista de las elecciones. Pero no solo por ello. Nada puede cambiar si volvemos a tropezar con la misma piedra. Hace falta generosidad y menos gamberradas. No es de recibo contentarse con el funambulismo que cita tras cita electoral se viene produciendo en este país, donde los ciudadanos claman por el respeto, por el cuidado en el uso del dinero de sus impuestos, por la imperiosa puesta al día del servicio público... Y lo tremendo, lo asfixiante, es que todavía algunos consideren que la finca es suya y que pueden volver a hacer lo de siempre, sin ruborizarse ni ir al baño a descargar la orina.

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