Dicen los Evangelios que "ante Dios es rico el que da, no el que posee, porque es el dar y no el poseer lo que llena al hombre de verdaderos bienes", pero, lamentablemente, poca gente nos logra conmover con su dádiva al necesitado más próximo. Y si no, echemos una ojeada a ciertas conductas.

Sabemos que la humanidad es egoísta desde el principio de los tiempos y que a todos nos gusta instalarnos en el bienestar y la comodidad mientras caminamos en la rueda de la existencia, en esta aceptación mecánica del vivir, pero hay casos y cosas que nos hacen explotar cuando escuchamos argumentos ridículos por algunas personas de alto nivel económico que no supieron (yo digo que "no quisieron") enfrentarse a la vejez de sus progenitores ya enfermos y con limitaciones físicas o mentales, e incluso ajenos y desamorados hacia la pobreza que ven a su alrededor, cuando realmente la conmiseración hacia los necesitados tendría que ser un deber (aunque esto último sería otro tema).

Creo firmemente que el amor a los padres debería ser incondicional y con un afecto que nunca caduca, como lo es el de los padres hacia los hijos, pero la esclavitud del consumismo y de la buena vida hace que no se aniden reflexiones en tan importante deber y que los valores sociales y morales se disgreguen de igual modo en los distintos estratos sociales.

Hoy se me aviva el recuerdo y me viene a la memoria que en la hermosa época de mi divina e inocente niñez, vivía frente a nuestra casa un señor muy mayor, viudo, enfermo y con evidente flojera en sus piernas a quien todas las tardes visitaba su único hijo, un joven alto y ancho como un ropero de cuatro puertas abierto, quien de forma amorosa sacaba a pasear a su anciano progenitor para acabar ambos en una cercana cafetería donde el buen hombre daba rienda suelta, amén de su buen apetito, a la alegría y al éxtasis de sentirse acompañado por aquel hijo (un sencillo empleado de Banca, casado y con varios hijos) que diariamente le quitaba su charco de tristezas y soledad.

En la otra calle próxima a la de mis padres, una señora inválida y en silla de ruedas, esperaba ansiosamente impaciente un día sí y otro también que alguno de sus tres hijos, de coches de alta gama que destacaban más que la campanilla de una tienda, recalaran alguna tarde para visitarla o llevarla de paseo. Y no puedo olvidar aquella mirada triste, de hondo disgusto, que con una sonrisa enmascaraba sus miedos a no ser visitada por sus amados vástagos de acciones mezquinas para con ella. Que yo recuerde, jamás les vi sacarla de paseo en sus flamantes coches ni llevarle una bandejita de dulces, y creo que aquel cúmulo de negligencias hacia la anciana madre acabó con la poca salud que le quedaba a la buena señora, con lo cual siempre pensé sobre quienes se disculpan tontamente ante los demás por su falta de atención hacia sus padres, que no me valen sus chácharas, porque un buen ejemplo dice mucho más que las palabras.

Y es que está claro que estas conductas negativas y nada edificantes de algunos ricachones sólo nos convencen una vez más de que el dinero no cambia a nadie, sólo los descubre. Ay, qué pena, penita, pena...

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