Desde que Habacuc escribiera aquel librito bíblico que lleva su nombre, pocas cosas han cambiado hasta hoy con respecto a la justicia de los hombres entre los hombres. En sus escasos párrafos se lamenta el autor de su indefensión ante la corrupción y la injusticia: cómo las leyes son obviadas sin cumplirse en ningún caso, cómo los derechos de los hombres son sistemáticamente conculcados. Y, en su impotente desesperación, clama: "Oh Dios, ¿hasta cuando hemos de soportar este inicuo estado de cosas?" Hoy, escribanos, procuradores de ruinas, abogados del diablo, leguleyos, prestan sus oscuros servicios al mejor postor, y así las injusticias se ceban con los justos y los pobres.

La justicia es alegre, hermosa y transparente. Les ha correspondido a los jueces hacerla injusta, afearla, entristecerla y cubrirla de malos lodos. El hombre de leyes y el hombre político han vuelto a la justicia intrincada y laberíntica, porque ellos mismos son oscuros, intrincados y laberínticos. Niegan abiertamente un presente digno para nosotros y un futuro esperanzador para nuestros hijos.