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Crónicas galantes

La intimidad, para el que la compra

Los frailes sueltos de entrepierna solían advertir a sus fieles que hicieran lo que ellos decían, pero en modo alguno imitasen lo que en realidad hacían. Algo muy parecido sucede ahora con los empresarios y altos gerifaltes de las redes sociales que han abolido la intimidad de los demás, aunque ellos protejan la suya con gran celo.

Cuenta en efecto el New York Times que un creciente número de ejecutivos de Facebook, Google y Twitter -por poner tres ejemplos notorios- exigen ya la firma de acuerdos de confidencialidad a cualquier trabajador contratado para hacer chapuzas en sus domicilios. Muchos de ellos son gente desconocida para el gran público, pero aun así quieren garantizarse el derecho a la intimidad que, paradójicamente, les niegan a los clientes de sus empresas.

Las firmas antes mentadas, y muchas otras del ramo, basan precisamente su negocio en recabar datos personales de los usuarios que, seducidos por la gratuidad del servicio, no ponen apenas reparos en proporcionárselos. Se conoce que algunos o bastantes de los adictos al Facebook desconocen la recomendación de Michail Bletsas, el responsable de Medios del Instituto Tecnológico de Massachusetts. Advierte Bletsas que "cuando a usted le ofrecen algo gratis, debe saber que usted será el producto". El pago se hace con los detalles de nuestro "perfil", tan útil para que los vendedores nos coloquen su género.

Lejos de atender este sabio aviso a navegantes, muchos internautas se lo cuentan todo al Big Brother de la Red. Dónde viven, cuál es su fecha y lugar de nacimiento, qué hacen en cada momento del día, los sitios a los que van con su novia o novio, sus preferencias personales y hasta las marcas que les gustan. Al principio, los más sociables publicaban incluso su número de teléfono, si bien la experiencia -a menudo incómoda- ha acabado por disuadirlos de caer en esos excesos de sociabilidad.

Toda esta exposición de intimidades al público es, sin duda, el sueño de cualquier comerciante deseoso de fichar a los posibles compradores de su mercancía. El "Hermano Mayor", que vigilaba cada uno de los actos de sus súbditos en el mundo de pesadilla imaginado por George Orwell en 1984, está en vías de hacerse realidad. Y, lo que es más notable, con la graciosa colaboración de quienes se someten voluntariamente al saqueo de su vida privada.

Tanto éxito de audiencia han tenido las redes virtuales que sus promotores ya se animan a justificar la necesidad de que la gente pierda el pudor y se desnude de prendas ante el público, como si Internet fuese un gigantesco reality show de la tele. Por ejemplo, Mark Zuckerberg, el inventor de Facebook, no dudó en sentenciar que "la intimidad ya no existe" cuando años atrás animaba a los usuarios de su red a modificar los perfiles para compartir aún más datos personales.

Ahora se ha sabido que ni el fraile Zuckerberg ni sus colegas del convento tecnológico aplican a su propia vida lo que predican para la de los demás. No solo ocultan celosamente los detalles de su intimidad -empezando por la más elemental del domicilio-, sino que imponen al fontanero y al electricista una cláusula de secreto para evitar que luego cuenten en Facebook cómo es y donde está la mansión del magnate.

No queda sino volver a Orwell. El mismo que en Rebelión en la granja estableció aquello de que "todos somos iguales, pero unos más iguales que otros".

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