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Al azar

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Bush confundió a principios de milenio Afganistán con Paquistán e Irak con Irán. El mundo paga todavía las facturas de un doble error empeorado por la inmoralidad de torturas, secuestros y Guantánamo. Por citar una frase célebre de Richard Holbrooke, encargado especial estadounidense para el combinado Afpak de afganos y paquistaníes, "puede que estemos luchando contra el enemigo equivocado en el país equivocado". En un ejemplo que sería cómico de no mediar la sangre derramada en Mesopotamia, Sadam no poseía armas de destrucción masiva pese a los designios de la Casa Blanca. Tampoco cobijaba a Al Qaeda, al margen de las fantasías elaboradas por el último presidente republicano para invadir el país asiático. Antes al contrario, Bush inoculó la banda de Bin Laden en Irak. Su líder local fue el jordano Abu Musab al Zarkaui, abatido en 2006 por la aviación norteamericana tras crear un caos del que Bagdad todavía no se ha recuperado.

Los líderes del Estado Islámico, que empieza a no necesitar presentación, anuncian a Occidente en sus vídeos publicitarios: "Somos los descendientes de Al Zarkaui y hemos venido a mataros". En efecto, es el lenguaje de una película de terror de la televisión de madrugada, pero la opinión pública se toma ya en serio el desafío concretado esta semana en Túnez. Las escenas de degüellos y otros asesinatos rituales son devoradas con fingido espanto, y con la misma pasión que antaño los levantamientos primaverales contra los tiranos norteafricanos. Las imágenes constituyen un excelente señuelo para reclutar yihadistas.

Por mucho que los eruditos se detengan en la implantación de la ley islámica o en una revolución de corte suní, el asombro de Occidente ante el Estado Islámico se centra en su consumada maestría en el manejo de las armas electrónicas de persuasión masiva. Las ambiguas redes sociales sensibilizaron a los rebeldes contra el despotismo. Sin embargo, ahora catapultan con idéntica energía la segunda primavera árabe, que anula la anterior, se nutre de los desastres de efecto retardado de Bush y aporrea las puertas de la ingenua Europa. La innovación de las huestes del enigmático Al Baghdadi, a quien Charlie Hebdo dedicó la última caricatura previa a la matanza, consiste en la voluntad estatal frente al desorden caprichoso de las franquicias de Al Qaeda. La intención de consolidar las conquistas ha cuajado en el mayor cambio en las fronteras de Oriente Próximo desde que fueron selladas un siglo atrás.

En España, los editores han sido más competentes que los gobernantes, a la hora de documentar un fenómeno surgido el pasado verano. Dos breves pero excelentes ensayos describen con eficacia el movimiento que efectuó sus primeras incursiones en Siria e Irak. El veterano corresponsal británico Patrick Cockburn ha firmado ISIS: El retorno de la yihad, de Loretta Napoleoni se ha traducido El fénix islamista. Escritos ambos al galope, adquieren concreción en la matanza de Túnez. El primer libro se centra en la responsabilidad occidental en los orígenes del desastre, y en la complicidad de Turquía con islamistas que sojuzgan a los levantiscos kurdos. Napoleoni transmite su sorpresa por la dimensión estatal de una revolución más allá de los corsés del terrorismo.

Bin Laden era ingeniero, su sucesor Al Zawahiri es médico, el jeque invisible Al Baghdadi se doctoró probablemente en pedagogía en Bagdad. La recopilación de grados académicos iluminará a quienes insisten en la influencia benéfica sin dobleces de la formación universitaria. Para desmarcarse del sesgo uniformador y sin ánimo de volver del revés este artículo, las matanzas de Charlie Hebdo y del museo tunecino no anulan la volatilidad que caracteriza al Estado Islámico. Los indisciplinados reclutas europeos de la yihad se aburren y se atiborran de chocolatinas en los territorios iraquíes o sirios conquistados. Simétricamente, veteranos norteamericanos de las guerras asiáticas se alistan en las filas iraquíes, paradoja de paradojas, ahora con la misión de combatir al movimiento suní.

El auge del Estado Islámico ha propiciado extraños matrimonios. El Irán de Hizbulá, la Siria de Hamás y los Estados Unidos de la CIA trabajan juntos para frenar al movimiento emergente. Washington ya pactó con los talibanes que destruyeron tesoros arqueológicos y con los residuos militares de Sadam Husein. Si la dimensión estatal de ISIS establece una frontera firme, también puede oscilar de terrorista a aliado, en un mundo donde Arabia Saudí forma parte del consejo de Derechos Humanos de la ONU. Lo llaman diplomacia.

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