Con las elecciones autonómicas de hoy en Andalucía arranca un curso político excepcional. En los próximos diez meses se renovarán los ayuntamientos, cabildos y diputaciones, el gobierno central y los gobiernos de todas las comunidades autónomas, con la excepción de Galicia y País Vasco, que acudirán a las urnas el año próximo. A las andaluzas seguirán las autonómicas, municipales e insulares, en el caso de Canarias, luego vendrán las catalanas y después, las generales. Todas son relevantes, pero es el conjunto y su concatenación lo que las convierte en trascendentes.

Trascendentes porque estas cuatro citas con las urnas ponen en juego en un cortísimo espacio de tiempo y de forma directa o indirecta los equilibrios políticos existentes en la práctica totalidad de las estructuras de poder que vertebran España. Cada una en su ámbito y desde sus respectivos marcos de influencia, pero lo ponen. Además, se celebran en un clima de convulsión política con apenas parangón tras la restauración democrática. Por primera vez desde entonces lo que está en juego no es quién detentará el poder, sino la pervivencia misma del sistema en que ha venido sustentándose tal alternancia. En una palabra, lo que está en juego es el modelo de bipartidismo que ha regido la política española los últimos treinta y cinco años.

Si hubiese que reseñar dos causas determinantes, tan solo dos, de las muchas que han conformado este escenario, serían sin duda el estallido de la mayor crisis económica de la historia reciente de España, con sus innumerables secuelas en todos los órdenes, y la inopinada desafección de amplias capas sociales hacía las formaciones políticas que han protagonizado la Transición.

La primera de ellas, la brutal crisis económica, de la que por fin parece que estamos saliendo, no solo ha exigido enormes sacrificios y ha empobrecido, en general, al país, sino que ha desestructurado amplias capas de la sociedad, especialmente sus clases medias. El proceso está aún pendiente de consolidación, pero su empobrecimiento las ha sumido en una depresión cívica. La segunda, la desafección política, ha provocado la irrupción de nuevas formaciones que aparecen por primera vez con posibilidades reales de trastocar el equilibrio de fuerzas tradicional.

Los trabajos demoscópicos muestran sin ambages un cuerpo electoral desencajado. Una clara fragmentación del centroizquierda y extensas zonas de desapego con indicios también de fragmentación en el centroderecha. En ambos casos son consecuencia de un amplio enfado ciudadano que ha propiciado la búsqueda de nuevas opciones y, consecuentemente, la irrupción de nuevas formaciones. Esos sondeos dibujan una intención de voto con cuatro fuerzas más igualadas que nunca y, al tiempo, todas alejadas de una mayoría suficiente para gobernar en solitario. Se trata de un escenario completamente inédito. Todas las elecciones generales habidas hasta ahora conformaron gobiernos de partido único, en ocasiones con apoyos más o menos estables de otras fuerzas. Queda mucho aún para la fecha prevista para las generales de este año, pero esa es la foto del espectro electoral a día de hoy.

Existe una tercera causa igual de esencial para entender el momento político actual. Y está profundamente imbricada con la económica y la política: la eclosión de los escándalos de corrupción, una asignatura que los partidos han suspendido de forma estrepitosa. Todos, sin excepción, aunque haya matices entre unos y otros. Que aparezcan casos de corrupción en las formaciones políticas es inevitable, desgraciadamente. Igual que lo es que surjan en los demás estamentos de la sociedad. Los partidos no suspenden por eso, sino por su falta de determinación para combatirla, cuando no de abierta connivencia con quienes la practican. Es la percepción de impunidad lo que encrespa sobremanera al ciudadano.

Y es precisamente por él, por el ciudadano, por quien pasa la regeneración necesaria. Por devolverle al centro de la actividad política y tratarle con la dignidad que como elector se merece siempre, especialmente cuando se le convoca a pronunciarse en las urnas.

Así pues, dado que nos disponemos a afrontar casi un año de campaña electoral ininterrumpida, lo pertinente sería establecer acuerdos de mínimos para respetar como es debido el derecho de los electores a ejercer sus opciones con pleno conocimiento de causa. En una palabra, aprovechar las sucesivas citas que nos esperan con las urnas para que cada formación exponga con rigor y honestidad cómo piensan solucionar los problemas de los ciudadanos.

Se trata de dignificar las campañas electorales. La banalidad, el eslogan descalificador, el populismo, la demagogia y el tú más acrecientan el monumental enfado social. Y en nada ayudan a que los votantes se posicionen sabiendo a qué atenerse. Es más, en nada ayudan tampoco a los partidos y sus líderes. Los ciudadanos están hartos de escuchar las mismas monsergas, de ver cómo vuelven a sacarse del cajón proyectos mil veces prometidos y otras tantas arrinconados o de sentirse cual clientes de tres al cuarto a quienes feriantes de paso venden mercancía defectuosa con la esperanza de que se darán cuenta cuando ellos estén ya lejos. Exactamente el mismo hartazgo que sienten ante quienes intentan colarles retóricas mesiánicas y abstractas en forma de prédica adanista.

La contumacia en este terreno conducirá inexorablemente a una mayor desafección política entre los ciudadanos y a un creciente cainismo entre los partidos. Que es justo lo contrario de lo que necesitamos. Porque a lo que parecemos abocados es, precisamente, a escenarios donde el entendimiento, la confianza y la confluencia de objetivos serán más necesarios que nunca, si no indispensables. O sea, que procede evitar crispaciones gratuitas o polarizar a la sociedad en opciones irreconciliables. Aprovechemos este año repleto de urnas para avanzar en esa dirección. Por ejemplo renunciando a utilizar las campañas electorales para engañar y confundir a los ciudadanos.