La medida del valor de un gobierno no es solamente el Producto Interior Bruto o el equilibrio de la balanza comercial. El valor de un gobierno está en lo que hace para mejorar nuestra calidad de vida, nuestra asistencia sanitaria, nuestra educación, nuestra formación, nuestra seguridad y nuestros valores morales. Eso es lo que hace grande a una nación.

Este año 2015 es año de elecciones. Debería ser un año de ilusión para quien quiera hacer valer su importancia como ciudadano de una democracia depositando el voto que ayudará a elegir a quienes nos van a servir en los próximos cuatro años. Pero democracia no es sólo poder votar; lo que cuenta es el número de votos. Es desalentador comprobar que en las últimas tres convocatorias de elecciones municipales y autonómicas, el 38% de los españoles pasaron de todo al no votar. La historia reciente demuestra que algunos intentos por mejorar nuestra todavía joven democracia no han sido acertados. En Canarias, por ejemplo, el 15 por ciento del censo electoral (el que corresponde a las llamadas islas menores) decide el 50 por ciento de los diputados autonómicos. El actual sistema electoral permite que con solo el 30 por ciento de los votos se pueda tener mayoría absoluta parlamentaria. El poder se ha parcelado tanto que ni siquiera los diputados elegidos representan la voluntad popular, dada la forma en que se confeccionan las listas al Parlamento autonómico.

La cosa es más grave. Cerca de un 40 por ciento no se molestará en votar. Algo más del 40 por ciento tiene ya su voto decidido, sea cual sea el programa electoral, sea cual sea la preparación o la mediocridad de los candidatos municipales, insulares y autonómicos, e independiente de que ninguno de ellos haya hecho nada de lo que prometieron que harían cuando fueron elegidos en las anteriores elecciones. Finalmente, algo más de un 20 por ciento no sabe no responde. Otro problema es que la mitad del 40 por ciento que no vota y la mayoría de ese 20 por ciento que no sabe son jóvenes que tienen edad para votar por primera vez. No es de extrañar que en Australia, Bélgica, Chipre, Italia y Luxemburgo votar sea una obligación legal.

Hay que profesionalizar la forma de hacer política. Se tiene que acabar con lo de que cualquiera vale para político o para ocupar un cargo público en instituciones públicas. Hay que terminar con las campañas electorales fraudulentas en las que los candidatos de un partido dicen que van a hacer lo que no sólo no saben hacer o no son capaces de hacer sino lo que es inviable. Uno de los mayores daños que se ha hecho a Canarias en las últimas dos legislaturas es ocultar a los ciudadanos que jamás seremos capaces de emplear a más de un cuarto de millón de desempleados de Canarias. Lo que sí tendríamos que hacer es dotarles de la educación, formación y preparación suficiente para que estén cualificados para poder trabajar e innovar más allá de nuestras fronteras. Esta falta de honestidad política y de compromiso social es la raíz de un sentimiento creciente de desencanto de miles de familias.

Necesitamos líderes políticos que nos marquen el camino a recorrer en la próxima década para salir del enorme, difícil y peligroso atolladero en el que estamos metidos. Los actuales candidatos políticos de los tres partidos mayoritarios para presidir la comunidad autónoma carecen de la necesaria amplitud de miras en el tiempo y en el espacio, carecen de la necesaria formación políglota para presidir una de las regiones turísticas más importantes de Europa, y no dominan las materias con las que tienen que lidiar en un mundo exigente con la innovación y la competitividad industrial. Sorprende saber que para uno de ellos, desconocido para la gran mayoría, su gran apuesta es bajar una serie de impuestos que no bajaron los suyos mientras han gobernado durante tantos años. Otro de ellos, que es otra, tiene un currículo que cabe en un sello de correos, y eso que está avalada por el águila canaria de vuelos europeos. Y el otro, que es también otra, queda desdibujada porque su protector dice que lo importante no son las personas sino las siglas. Y así nos va. Pero para esos votantes que buscan nuevas experiencias en modelos fallidos de hace un siglo que aterrorizaron los parajes siberianos o que han viajado en la máquina del tiempo a etapas anteriores a nuestra actual democracia, sería bastante suicida depositar el voto para que gobiernen la mediocridad, la incompetencia, las descalificaciones y la inexperiencia. Esperemos que no sea una minoría disfuncional la que imponga unas reglas de juego inviables para vivir en consonancia con nuestros vecinos europeos y con las grandes potencias occidentales del siglo XXI. Buen día y hasta luego.