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Javier Durán

Desviaciones

Javier Durán

Mejor que un libro de Freud

En la casa de la calle Don Pedro, en el edificio donde nació Lina Morgan, poníamos a toda pastilla la radio con Madrid me mata porque Moncho Alpuente, al igual que Francisco Umbral y su Spleen Madrid, nos situaba en el momento en que nos había tocado vivir: los socialistas en el poder con Felipe González y Alfonso Guerra en el balcón del Palace a reventar de entusiasmo y libertad; Tierno Galván y su movida (¡menudo entierro tuvo el primer edil!); La Bobia (no me acuerdo bien si se escribía así) llena de crestas de colores y amanecidas... Y Alpuente, caído en combate el viernes en la Isla a la hora de un entrañable cumpleaños, con su voz peculiar, regocijado con todo aquel paquetón, que era el de un país que salía del 600 con un calentón tremendo y que estaba dispuesto a manifestarse como le daba la gana. Después vino el referéndum de la OTAN, y aunque allí se le cayó la piel de resistente a más de uno, Moncho seguía con su crónica, sacándole lascas al posfranquismo y a lo que después se llamó la Transición, que acababa de recibir el coito colosal del 23-F. Seguro que el socio del Gran Wyoming hubiese querido irse de maquis. Se bebía cantidad y ya moría gente de sobredosis, y Panero reinaba como un ave fénix. Y el poeta aún está en cenizas en cualquier despacho de un aséptico hospital local a la espera de que se resuelva el futuro de sus restos. No sé si Alpuente, muerto por aquí, tenía conocimiento del final estrafalario de este Peter Pan, exnovio de la Foix. Después, en la plaza de Cascorro, seguíamos oyendo el parte de la sacudida.

Él y su condenado programa, venerado en la Facu de Periodismo, centro de agitación y propaganda pese a los doctos del Régimen que se cobijaron en ella, nos cargó de la euforia suficiente para que muchas veces la mañana nos pillara con los huesos en la cripta de la calle Jardines, en la sala Sol. Y de allí, sonámbulos, camino de La Latina, parada en el puesto de la prensa, y al catre para salir al rato hacia el Rastro, que era hasta consumir la tarde, la palabra, la vida y volver de nuevo a alcanzar el refugio. Y a veces con algún artículo de Alpuente, de La Luna de Madrid, con alguna letra de Sabina o con algún pensamiento del periódico Liberación (muerto en combate) para agarrar el sueño con fuerza. Madrid bullía y todo se discutía: había un cabreo monumental porque el marxismo se iba; el ruido de sables en los cuarteles acojonaba; los ultras campaban con cierta nocturnidad; Pilar Miró era tirada en la pira de la conspiración bajo la acusación de corruptela; ETA mataba sin desaliento... Y Malasaña era el mismo demonio. Era el territorio de Alpuente (aunque Esperanza Aguirre, con palacete en la zona, lo venda de otra manera). Luego, atufado de tanto trajín vivencial (radio, periódico y trashumancia después de la cena), marcho a Segovia.

Se reía de todo o casi todo. Arrasaba con su voz y el ingenio. Explotaba la curiosidad, sobre todo porque en los tiempos en que la democracia empezaba a coger color había unas ganas insaciables por saber qué había ocurrido. La gente se iba al Café Teide y hacía recapitulación para ver el lugar donde se sentaba César González Ruano. Otros pasaban por Chicote y se quedaban viendo cómo era lo de los espejos y los estraperlistas. Se hacía peregrinación a Casa Labra, el sitio donde Pablo Iglesias fundó el PSOE. Eran los años del fisgoneo. Mi amigo Gabi Cid se ganaba algo de dinero como secretario de un socio egregio del Ateneo y un día me llevó hasta el santuario para presentarme a su jefe, al que le mecanografiaba los artículos. Me guió por varias dependencias hasta que alcanzamos un pequeño despacho donde estaba aquel venerable anciano. Se trataba nada más y nada menos que de Julio Luelmo, escritor con el seudónimo Mauro Olmedo, abogado del Estado, alto cargo en la II República, exiliado en México hasta los años 60 y el socio más veterano del Ateneo. Casi no oía lo que le decía. Siempre le agradecí a Gabi aquel encuentro con el alma de Madrid, con las olas oscuras de la historia, con el reverso de las noches en que nos dejábamos arrastrar por el deseo de absorber las horas, de sacar la cabeza por encima del promontorio de la urbe y elegir el mejor objetivo.

A Moncho Alpuente y su irreverencia la llevamos consigo en los años del despertar junto al sesudo Marcuse, al comprometido Camus, al visionario Toffler, con Baudelaire, con el Manifiesto Surrealista, con Marx, con Freud... Con todo lo que nos hacía ser unos pesados. Con esas bibliotecas que pasaban de piso a piso. Con esos libros que al verlos ahora, al tocar sus páginas, nos da un vuelco al corazón. Y de pronto con él también teníamos la ironía, incluso hasta la capacidad de reírnos de nosotros mismos. Sus delirantes retratos nos despojaban de toda esa especie de ortodoxia de muchachos que trataban de ganarse a pulso el papel de gafapastas de la alborada democrática, y nos acercaban más al relativismo, al humor, a la emoción, al amor, al sexo... No podíamos ser para siempre unos tipos aferrados a esa pasión de rebuscar y rebuscar en las tripas del pasado más reciente. Había que desacralizar, prohibir la solemnidad, sacudir el boato, arrancar de cuajo las puertas de la larga noche del franquismo... Y por ello, la gente se lanzaba a la calle, a crear con un frenesí absoluto, a vivir una revolución social. Era mayor que nosotros, pero teníamos el mismo punto de partida: una educación absurda de la que había que vengarse. Moncho Alpuente ha muerto en esta Isla, pero es la misión de las islas, acoger a todos, hasta a los más crápulas.

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