El piloto de un avión en vuelo no puede acceder a su cabina ni aporreando la puerta. Sería una escena cómica, de no mediar 150 muertes. El Airbus de Lufthansa demuestra que las cabinas son inexpugnables a resultas de los atentados de Nueva York, pero nadie se felicita hoy de esta protección absoluta contra la presencia de supuestos terroristas entre el pasaje. La catástrofe aérea convertida en matanza ha sido facilitada por las medidas de seguridad extremas, abrazadas con más entusiasmo que racionalidad tras la caída de las Torres Gemelas. Los 150 fallecidos son víctimas diferidas del 11S, de la psicosis que blindó las puertas de la percepción occidental. Al margen de un uniforme y una motivación que tuvieron escasa influencia en el desenlace, no hay diferencia entre la actuación de los terroristas saudíes de 2001 y la conducta atribuida por la fiscalía francesa al copiloto del avión hundido en los Alpes.

El cursillo de ingeniería aeronáutica a que se ha sometido la opinión pública occidental resulta superfluo. Basta con haber leído o visto Parque Jurásico. El superdotado Michael Crichton demostraba que la creación de un recinto inaccesible impedía asimismo la salida en caso de crisis interna. Fuego, o una personalidad desquiciada, en la habitación del pánico sellada a cal y canto.

El panorama empeora al repasar las mentiras encadenadas por los ejecutivos de Lufthansa. Descartaron con arrogancia un atentado, que la Academia singulariza en "agresión contra la vida o la integridad física de alguien". En realidad, los doctos alemanes carecían de la mínima pista al respecto. Se pronunciaban desde el atrevimiento de la ignorancia. No lo hacían para ahorrar dolor a los familiares de los pasajeros presuntamente asesinados. Protegían simplemente la cotización de su empresa. En el dilema entre la Bolsa o la vida, predomina el valor superior.

Suerte del New York Times, que ha interrumpido la farsa europea. Es un periódico, con perdón. Domina la obligación de combatir sin prejuicios las versiones oficiales edulcoradas, porque los gobernantes europeos habían descifrado con antelación los enigmáticos "ruidos y voces" en la caja negra del Airbus. El rotativo que le quitó la venda al planeta tiene su sede en el punto cero del 11S.

El Gobierno de Rajoy se apresuró a desmentir y a insultar al diario norteamericano por boca de la especulativa Ana Pastor, poniendo el piloto automático de sus relaciones con la prensa española. Poco después tenía que tragarse sus palabras, con tanto énfasis como Lufthansa. Ni 150 muertos invitan a la humildad, otra parábola de la atmósfera envenenada que contaminó a Occidente tras los atentados de Al Qaeda.

Una de las genialidades propuestas a resultas del 11-S consistió en la infiltración entre el pasaje de policías armados. Fue combatida dialécticamente, porque el riesgo de un tiroteo por una falsa alarma sobrepasaba en probabilidad a un atentado. La oposición racional no desalentó obviamente a los partidarios de la militarización de la vida cotidiana.

La carnicería del Airbus Barcelona-Düsseldorf demuestra que los agentes deberían estar adiestrados para disparar sobre un piloto enloquecido, dejando al aparato a su libre albedrío. Por fortuna, los funcionarios con pistola tampoco hubieran podido acceder a la cabina.

No se necesitaban otros 150 muertos para demostrar que no hay inmunidad absoluta frente a seres humanos enloquecidos. Los peligros evidentes no desmienten a Tucídides, cuando postulaba que la fe en un conflicto acaba por desencadenarlo. Dado que no hay aviones resistentes a la gravedad, el acto no siempre potestativo de volar reafirma la condición de las personas como marionetas de su destino. Al acceder al aparato se establece un pacto tácito con los pilotos. No es un acto de fe ciega, según demuestran las incontables pruebas que deben superar los profesionales de la aviación. Como toda transacción comercial, el transporte aéreo se basa en una sana desconfianza. Cuando se absolutiza el recelo interponiendo cláusulas absurdas, se acaba vedando el acceso de un comandante a su lugar de trabajo, con un resultado trágico.

A raíz del 11S se predicó que ninguna seguridad era excesiva. No fue el menor de los errores asociados al día que cambió al mundo.