Con las revelaciones de ayer sobre el accidente de los Alpes se cierra un misterio y se abre otro: el misterio humano. Ya tenemos el quién, pero nos falta el porqué. Comienza una investigación que puede ser infinita. Si los secretos de la mente suelen ser insondables, lo son en grado extremo los de quien no puede ni siquiera ser preguntado.

Suspiro de alivio y nueva preocupación. El alivio, respecto a la seguridad de los aparatos. No será necesario desconfiar más de lo habitual cuando nos embarquemos en un Airbus 320, el aparato más utilizado para conectar ciudades europeas entre sí.

No hubo despresurización explosiva, ni se abrió el compartimento del tren de aterrizaje ni fue por la congelación de no sé qué. Ha sido el factor humano, y el título de la novela de Graham Greene será recordado hasta la saciedad.

Podemos continuar volando con la tranquilidad o la intranquilidad de saber que la principal amenaza para nuestra seguridad se sienta tras el parabrisas y lleva uniforme azul con galones dorados. Como casi siempre, la parte imprevisible del ser humano es lo que nos puede dar más miedo.

Ya tenemos un culpable para señalar, y ésta es siempre la primera demanda en caso de catástrofe. Las cosas deben ser culpa de alguien. Detenga a los sospechosos habituales, dice el capitán Renault en Casablanca. Deme un culpable, exige el alcalde al jefe de Policía en las series americanas. El culpable es Andreas Lubitz, alemán de 28 años, simpático, agradable, deportista, miembro de un club de deportes aéreos, que había comenzado pilotando planeadores sin motor y había llegado a los mandos de un Airbus. Un buen chico. Al principio siempre son buenos chicos. Pero será repasado del derecho y del revés, se hurgará en todos los detalles de su vida y de su entorno.

El misterio Andreas Lubitz está servido. Sólo podemos imaginar, y lo que imaginamos da para alguna novela. Por ejemplo, la desesperación creciente del comandante, Patrick Sonderheimer, que había salido para ir al baño y ahora veía cómo el aparato perdía altura al tiempo que se acercaba a las montañas y el copiloto ni abría la puerta, ni respondía ni nada de nada. Un crescendo de tensión que acaba con los intentos desesperados de romper la puerta a golpes mientras el suelo se acerca y algunos pasajeros empiezan a chillar. Ésta es una reconstrucción plausible, y en cualquier caso no hay forma de desmentirla. Pero ¿y los ocho minutos del copiloto, desde que giró y giró el botón que ordena el descenso hasta que la montaña se le vino encima?

Esa cabina cerrada sí que es una caja negra.