En primer lugar quiero agradecer al Presidente de la Unión de Hermandades, Cofradías y Patronazgos de Gran Canaria, así como a todas las personas que han tomado la decisión de designarme Pregonero de la Semana Santa de este año 2015.

Por supuesto que para mí como para mi familia ha sido un gran honor tal consideración a la cual no iba a rehusar al tratarse de la Semana Grande y lo que significa y conlleva para todos los cristianos.

Francamente, después de la conversación telefónica y una vez reflexioné sobre el evento, me dije a mí mismo ¡en qué lío me he metido! Pero pese a ello, y con la decisión tomada, asumí el reto y me puse manos a la obra, no sin antes tener un encuentro con los miembros de la Unión de Hermandades, entre cuyos asistentes me recordaron haber compartido la primera enseñanza en el colegio de la Sagrada Familia allá por los años 1948-1952.

Al no ser una persona experta para este tipo de eventos, pues durante mi vida sólo he efectuado un pregón en mi pueblo natal de la Villa de San Mateo, con motivo de sus Fiestas Patronales, los señores de la Unión me convencieron rápidamente de que mi aceptación fue la decisión acertada.

Quiero pensar que nuestro Señor obispo, don Francisco Cases, tuvo algo que ver en este asunto, pues al haber nacido ambos el 23 de octubre de 1944, lo que descubrí durante un desayuno al que nuestro prelado me invitó por su cumpleaños, yo le dije que también era mi aniversario; entonces me preguntó a qué hora nací y por escasas cuatro horas él es mayor que yo, y con la sonrisa y gracia que le caracteriza, me dijo: "me debes respeto pues soy mayor que tú", lo cual admití y así será.

Para concluir esta introducción a mí pregón quiero reiterar mi profundo agradecimiento a los señores Mariscal Reinoso-Jiménez, Rodríguez Díaz de Quintana y al Reverendo don Policarpo Delgado por su cariñosa presentación y, por supuesto, a nuestro señor obispo y a los que hayan participado en mi nombramiento como Pregonero de la Semana Santa de la capital grancanaria de 2015.

Hacer hoy un pregón de Semana Santa de Las Palmas de Gran Canaria implica una responsabilidad que posiblemente no tenga, porque entiendo que pregonar significa proclamar unos acontecimientos elocuentes y expresivos de tantas páginas cargadas de Historia. Soy consciente que pregonar el pórtico de la Semana Santa conlleva cantos, poesía, sentimientos y sobre todo implicar en mi oratoria los sencillos recuerdos que me acompañan desde mi niñez, que, aunque resuenan ya lejanos, los mantengo aún de manera vibrante y jubilosa. Por ello creo que el único título que puede justificar la honrosa invitación sea la veteranía de mis años.

Debo reiterar que soy cristiano, creyente y practicante, nacido el 23 de octubre de 1944 en el acogedor pueblecito de Utiaca, en la Villa de San Mateo. Procedo de una familia cristiana que me enseñó desde muy niño los principios de nuestra religión católica. Recuerdo a mi abuela materna cuando todos los días reunía a la familia para rezar el Santo Rosario antes de ir a dormir.

La educación que recibí se inició en el Colegio de la Sagrada Familia, luego a la edad de 7 años pasé al colegio San Antonio de Padua en la calle Doctor Chil, regido por don Jorge y su esposa doña Matilde, grandes personas y profesores que continuaron mi preparación hasta los 9 años en que, una vez superado el examen para entrar en el Bachiller, pasé al Instituto Nacional de España en la calle Canalejas, también con excelentes sacerdotes. Recuerdo a don Manuel Socorro (director), a don Joaquín Artiles (jefe de estudios), don Deogracia Rodríguez (profesor de Griego), don Santiago Cazorla (profesor de Religión), entre otros.

Fui bautizado y confirmado en la Iglesia de San Mateo y mi Primera Comunión la realicé en la Iglesia de San Agustín, pues pese haber nacido en San Mateo, mis padres se establecieron en Las Palmas y vivimos en la calle General Mola, hoy llamada de Mendizábal, exactamente donde se encuentra el Restaurante La Barbería, pues siempre en dicho local había una popular barbería.

iQué decir de la Iglesia San Agustín! Era mi segunda casa en la ciudad. Conocí y compartí muchas vivencias y enseñanzas durante mi juventud con grandes sacerdotes párrocos de aquel templo matriz, como lo fue don Juan Ayala Benítez, entre otros muchos.

La Semana Santa y su significado quedó impregnada en mí desde niño. Me encantaba vestir de monaguillo y participar en las procesiones. Vivía aquel gran acontecimiento dentro de la familia, en unión de otros amigos y de sus respectivas parentelas. Era entonces una sociedad en la que nos desenvolvíamos con respetuosa familiaridad. Aquellos años fueron enriquecedores y preparatorios para todo, para mí en particular, que luego me sirvieron para transmitir e inculcar a las nuevas generaciones mi aprendizaje, especialmente a los dos hijos que me siguen y a mis cuatro estupendos nietos. La vida de cristiano en la que estoy implicado y la experiencia adquirida a lo largo de los años me han impulsado a adoptarlos para incluirlos en los cambios del progreso y mejorar la vida de las generaciones que nos han de suceder. Porque no tengo la menor duda de que la familia es el foro principal y más importante para la formación y educación de nuestros descendientes y, por supuesto, acompañado por los estudios, y también en mi época por el desaparecido servicio militar que ayudó bastante a la formación de tantos jóvenes. De aquellas experiencias vividas que nos dio la vida, en la que pasamos del régimen del general Franco a la Transición democrática que hoy disfrutamos y que experimentó un cambio profundo de mejoras en todos los sentidos, pese a que aún queda mucho por hacer y progresar.

Cuando reflexiono y miro hacia el pasado añoro vivencias como eran ver las puertas de las casas entornadas con un aldabón, las ventanas abiertas, el respeto a los mayores cediéndoles las aceras o el asiento en la guagua o el "coche de hora", después Salcai; la tranquilidad y seguridad tanto en la ciudad como en sus barrios o igualmente en los pueblos. Todos estos valores han desaparecido, pero no por ello los que hemos nacido y crecido en esa época, como es mi caso en que no dejo de explicar y trasmitir a mis descendientes las bondades y también las dificultades en las que nos educamos, crecimos y formamos una familia. Hoy estamos atravesando la tercera y última parte de la vida, por supuesto, con mi esposa Mari Luz con quien llevo 48 años casado, hasta que Dios nos llame.

No tuve la oportunidad de ir a la universidad por carencias económicas que atravesó mi familia en aquellos calamitosos años de la posguerra, y tan pronto terminé el preuniversitario con 16 años, me fui a trabajar empezando de cero, lo que antiguamente se llamaba "botones". A los 32 años creé mi primera empresa hasta el día de hoy en que presido un grupo de sociedades mayoritariamente en el sector portuario que dan trabajo directo e indirecto a más de 2.000 personas.

Estos logros han sido para mí posibles, y los seguiré practicando mientras tenga salud y condiciones hasta que nuestro Padre Dios me llame, gracias a la formación que adquirí en mi primera etapa de la vida y lo que la vida me ha ido enseñando durante el transcurso de los años. Como empresario me esfuerzo para que se recuperen y se creen puestos de trabajo que mitiguen las carencias actuales. Y como conclusión a este relato, quizás un poco extenso y a lo mejor cansino, mi propósito ha sido dar a conocer mis vivencias y posibles valores en la antesala de la celebración de nuestra Semana Mayor.

Tras los bulliciosos ecos del Carnaval ha llegado la austera Cuaresma que marca el tiempo previo a la conmemoración de la pasión, muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, la fiesta más importante de los cristianos, ya que su vivencia trasciende la existencia del hombre y se adentra esperanzadamente en la nueva vida prometida para después de la muerte terrenal.

La preparación de este pregón me ha hecho revivir acontecimientos y experiencias, muchas de ellas vividas con nostalgia pero también con mucha alegría. Hoy, más que nunca, cruzan mi mente los consejos que siempre me dio mi padre y la ejemplar devoción de mi madre, cuya piedad me involucraron desde niño hacia los actos y las efemérides de Semana Santa, unas jornadas en donde antes no había puentes laborales, fines de semana en el sur, excursiones colectivas y vuelos charter.

Como dije al inicio, pregonar hoy el gran acontecimiento de la Muerte de Nuestro Señor implica, en estos momentos, involucrar también la serie de graves acontecimientos que atraviesa el mundo. La conflictiva época que estamos viviendo significa que nuestro canto se analice con más rigurosidad que en años anteriores.

Digo todo esto porque no podemos obviar que cada vez nos estamos acercando a vivir lo que el monje Hildebrando llamó la "nave de hierro de la humanidad". Cada día los medios de comunicación social nos dan a conocer la pasión y muerte que siguen actualmente padeciendo muchísimos pueblos de nuestro entorno. Diariamente podemos comprobar que siguen existiendo hechos análogos a la Baja Edad Media. Hechos acaecidos en 1229 o 1253 se están reproduciendo actualmente en nuestro tiempo y espacio y afectado a nuestros convecinos de este maltratado planeta.

Por lo que llevaré aquí expuesto, que tenga Dios piedad de este orador, como parodió aquel borracho del cuento medieval que pedía morir en una taberna con un vaso de vino junto a su boca moribunda, para que cuando llegaran los coros de ángeles, pudiera exclamar: "¡Dios tenga piedad de este bebedor!". Tenga, pues, Dios piedad de este orador y de su notoria osadía.

De tres órdenes son las razones que podemos invocar para fortalecer y afirmar la celebración de nuestra Semana Santa: el orden de la tradición, el orden de la cultura, y el orden propiamente cristiano. El orden expuesto no altera para nada la efeméride.

En cuanto al primer orden, la celebración de la Semana Grande, con el esplendor de la imaginería religiosa que empezó a deslumbrarnos por la hermosa producción de Luján Pérez, se inscribe entre nuestras mejores tradiciones, que son también, como otras tantas cosas de nuestro entorno, definidoras de nuestra personalidad isleña. Es un legado de la herencia de nuestras raíces que sigue estando presente en el corazón de los canarios, una herencia que debemos seguir cuidando y guardando con el mismo mimo y esmero que hicieron nuestros benditos antepasados. La Semana Santa de nuestra ciudad equivale, por tanto, a irrigar con amorosa constancia el profundo armazón de nuestra propia y específica identidad.

En el orden de la cultura, la Semana Santa nos sirve para hacer gala de que poseemos una de las mejores colecciones de España en imaginería. La impresionante obra, repito, creada por José Luján Pérez forma parte de un privilegio que poseemos desde la décimo octava centuria. Los canarios poco hemos valorado que en el marco tan estrecho y limitado de nuestra isla, brotara ese genio escultórico que fue el excelso guiense Luján. Precisamente se cumplirá este año el segundo centenario de su muerte y tendremos oportunidad de admirar parte de su arte en la exposición que está organizando nuestro Cabildo de Gran Canaria.

Sobre las imágenes de Luján decía Fray Lesco que su obra era pura oratoria. Su producción era la mejor predicadora de la Semana Santa porque sus tallas encerraban un verdadero sermón mudo. Yo recuerdo con emoción, que ahora se aviva, el paso solemne por las calles de la ciudad de las distintas imágenes de Luján, de esas esculturas que siguen siendo una eficaz y viva catequesis. Recuerdo al Cristo de la Humildad y Paciencia, sublime reo camino de la muerte, o ese Cristo de la Sala Capitular, cuyo cuerpo de serena belleza en su majestuosa desnudez me llegaba a emocionar, o la Dolorosa del Viernes Santo de esta Catedral, auténtico ejemplo de inspiración que despierta mucho impacto al contemplar su dolor tan depurado y que aumenta el sentimiento de admiración por el artista que supo con su arte conmover a su pueblo.

Y de seguir hablando de las otras imágenes que procesionaban a lo largo de la Semana Santa tendría que realizar una pormenorizada reseña de cada una de ellas, porque por todas sentía gran admiración. Recuerdo también al Cristo atado a la Columna, a cuya imagen el magistral don José Marrero llamaba desde el púlpito el reo; al Señor de la Caída, cuyos clásicos rasgos de hebreo humanamente expresivos denuncian un patético realismo.

Recuerdo las tardes del Jueves Santo, que aunque estaban consagradas a la visita de los Monumentos con sus calles agolpadas de gente, entonces recorría la vieja ciudad la llamada procesión del calvario que salía desde mi parroquia de San Agustín. En ella destacaba el Señor de la Vera Cruz, que al contemplarlo pálido, con su serena y mansa muerte y la sangre molida de las espaldas, casi se nos llegaba a encoger el corazón. Y con este conjunto de recuerdos entro en el tercer orden de mis razones que es el que se refiere a la conmemoración religiosa.

Decía el teólogo belga Eduardo Hoornaert en su magnifico estudio A propósito del Evangelio, que trataba sobre la pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo, que a la agonía de Cristo la denominaba con precisión El Gran Drama, porque no ha habido en el escenario de la historia de la humanidad episodio de tan grande magnitud como el Drama que la Iglesia renueva cada año en la memoria de los fieles cristianos y al que quiere revestir y reviste de solemnidad en su liturgia.

De las tres primeras ceremonias de la Semana Santa, la del Miércoles Santo es una de las más antiguas y que hoy tiene cierta corresponsabilidad con los tiempos actuales. Se cuenta que el pueblo se encontraba reunido en la basílica de la Anástasis. Allí se leían los pasajes evangélicos, y en uno de los cuales Judas se ofrece a los ancianos para traicionar al Maestro. ¡Cuanta traición sigue parlamentándose en los cenáculos y edificios del poder! En la jornada del Miércoles Santo estaban introducidas dos peculiares ceremonias: el oficio de Tinieblas y Seña y el de la Marca. La primera dice que un velo corrido desde la noche anterior no se movía hasta que la música cantara el oscurecimiento del templo. Se encendían las velas del tenebrario y se iban apagando tras una compleja ritualidad. Esta ceremonia ha dejado de celebrarse en las iglesias, pero la siguen conmemorando tantas miles de familias de nuestro alrededor, porque siguen estando en tinieblas, oscurecidas sus casas y sus esperanzas. No han llegado a vislumbrar la claridad porque el tupido velo sigue extendido a lo largo de tantos años. ¡Cuántas Dolorosas, Soledades y Angustias siguen hoy deambulando desoladas por las calles!, como lo hiciera María en su agónico caminar hacia el calvario.

La llamada Marca se iniciaba al acabar las oraciones. Con ella se daban los golpes durante tres noches que querían simbolizar, según parece, el descendimiento del Señor al Sepulcro. ¡Cuantos descendimientos inútiles a las fosas vemos introducir cada día!, en todas partes, a cada momento. La conmemoración acaecida hace 2.000 años la estamos viendo reproducir hoy, a cada instante. Porque por mucho que siga ambicionando el hombre, por más que sueñe en su delirio de grandeza, por las más altas aspiraciones que tenga, o por más que se crea poderoso, no recuerda que ante Dios todos somos miserables.

Alejandro Magno dejó dispuesto en sus últimas voluntades que quería que a su muerte fueran esparcidos por los caminos los tesoros que había acumulado de oro y piedras preciosas para que todos pudieran ver que los bienes materiales que había conquistado, aquí seguirán permaneciendo. La reflexión de aquel mítico rey de Macedonia nos invita a meditar dónde está hoy el límite de la sociedad cristiana y la sociedad pagana o de otros sectores sociales, en donde se mezclan los honores y las riquezas con la desestructuración más agónica de los últimos tiempos.

Para terminar de expresar mis recuerdos y sentimientos no sé si he cumplido los fines de esta convocatoria. Han pasado veinte siglos desde aquel largo proceso. Mi paso por esta honrosa tribuna ha sido nada más que perfilar un breve matiz de lo que fue un conjunto maravilloso: el Misterio de la Redención. Hemos intentado con nuestros sencillos comentarios que salga a la luz, un año más, el gran Misterio que celebramos con recogimiento en estos días.

Como ha anticipado este inexperto y principiante orador, que no puede presumir de historiador y de cronista de tan grandioso suceso, espero que no les haya cansado y hayan podido sacar algo positivo de sus relatos y experiencias durante sus 70 años de vida.

Pregonar, dije al principio, es proclamar de manera vibrante y jubilosa un gran acontecimiento. Y nadie duda que para los cristianos la celebración del misterio de la pasión y muerte de Jesús, lo es. Para todos los que seguimos teniendo fe es una rica tradición que merece que nos empeñemos en que no se apague. Solamente nosotros tenemos la palabra y la acción para lograrlo, porque los cristianos tenemos la esperanza que alcanzaremos a ver algún día la Luz: la luz del Rostro de Jesús.

Como pregonero invito a todos los canarios a que vivan y participen en nuestra Semana Grande. Estos son mis deseos, mis anhelos y mis votos. Como dijo nuestro obispo en su magnifico pregón de hace unos años, yo tampoco he dicho nada nuevo.