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Con otra cara

¿Dónde hay un hada madrina?

Dado que a estas alturas de mi vida me da igual lo que piensen de mí, ha llegado el momento de confesar: me encantan los cuentos. Los chinos no y los de los políticos tampoco. Me gustan los de hadas y, entre todos, mi preferido siempre ha sido el de la Cenicienta, así que pienso ir al cine hoy mismo a ver la peli de Kenneth Branagh que parece tan rosa como la de dibujos de Disney. Me temo sin embargo que tendré que ir yo solita porque mi familia no acaba de entender esa fiebre que me ha dado desde que he visto el tráiler con ese trajazo azul con que va a la fiesta de palacio la almibarada Lily James. Ya, ya sé que este cuento no es precisamente igualitario, y se pega de patadas con el convencimiento que desde cría he tenido de que más me valía espabilar si quería hacer algo con mi vida y no depender de un señor que tuviera a bien mantenerme. Pero es que lo que me fascina de este cuento no es ese príncipe algo bobito e incapaz de encontrar novia si no le montan un sarao con todas las jóvenes casaderas del reino. Tampoco me va mucho eso de que mi futuro dependa de que me entre un zapato, sobre todo porque, dado que gasto un 37 de lo más común, tendría que defender mis derechos sobre el príncipe entre una horda de competidoras y me da una pereza enorme. No. Quien de verdad me gusta es el hada madrina, un ser que se aparece en tus peores momentos y te lo arregla todo en un pluf. ¿Qué no hubiera hecho yo a los quince, cuando los más pijos de mi pueblo me invitaron a una fiesta, por haber tenido un hada madrina que hubiera transformado mi anodino vestido por algún modelito sexi y elegante para no sentirme inferior a esa niña bien que me miraba por encima del hombro y que al final me levantó el novio? O cualquier sábado por la mañana cuando en la casa de mis padres tocaba limpieza, con lo que odiaba ir por ahí con la fregona en vez de dormir hasta las 12. O a los 22, cuando al terminar la carrera varios compañeros se fueron un año a estudiar a Nueva Orleans y yo me quedé en tierra porque en casa había que buscarse la vida cuanto antes. Y así desde entonces, sin un ápice de hada madrina que te arregle los bollos del coche con un golpe de varita o, ya puestos, que te lo cambie por un Mercedes. Sin un pequeño truco de magia que convierta a tu jefe en rana. Sin un final feliz en el que ganen los buenos. Es evidente que no se nos va a aparecer un ser mágico dispuesto a complacer todos nuestros deseos, y que somos nosotros los que debemos fomentar y valorar esos momentos de magia que a veces jalonan nuestras vidas, pero una cosa no quita la otra. No habrá hadas madrinas, pero yo sigo jugando a la lotería que es lo que más se le parece.

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