Acometer la iniciativa de un centro cultural bajo el signo de la crisis económica conlleva una doble responsabilidad. Primero, crear el suficiente sostén financiero para no defraudar las expectativas y segundo, tener la seguridad de que se está ante una prioridad novedosa, capaz de elevarse frente al saturado mercado con propuestas y ofertas, en apariencia, similares. De esta forma, la Fundación de Arte y Pensamiento Martín Chirino, acogida en el Castillo de La Luz de Las Palmas de Gran Canaria, una fortaleza del siglo XV, cumple sin discusión la premisa de la singularidad, dado que nos encontramos con un recinto dedicado a albergar y exhibir la obra de uno de los grandes de la escultura española contemporánea, heredero de la forja de Julio González.

El compromiso de esta ciudad con el creador Martín Chirino debe llenarnos de satisfacción. Frente a otros aspirantes, el Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria ha logrado sacar adelante una Fundación que empezaba a parecer empantanada, convencido de la rentabilidad del mensaje cultural que va a expandir como atalaya desde el principal puerto del Atlántico Medio. Sobre el artista recae no sólo la aceptación de sus piezas, repartidas por las colecciones de los más importantes museos del mundo, sino también una aureola muy precisa: nos encontramos ante uno de los últimos supervivientes del movimiento El Paso, el grupo de artistas que marcó un hito en la España franquista y que sacudió la escena cultural con un lenguaje abstracto, pero hundido en la personalidad dramática del país. Martín Chirino, acompañado de Manolo Millares, comenzaría la andadura del reconocimiento de sus esculturas desde Nueva York, donde va a recibir las bendiciones del MoMA.

El empeño de crear la Fundación carece, pues, de fisuras que pongan en solfa su motivación. Pero falta añadir otro cariz relevante: la elección del Castillo de La Luz enlaza con la biografía del artista, que pasó su niñez y juventud entre la Playa de Las Canteras y los astilleros portuarios donde trabajaba su padre. No es un hecho baladí. Esta conexión con el espacio vital del escultor constituye en sí misma la superación de más de un lastre cultural que hemos tenido a nuestra vera: vuelve a la geografía de la Isla, a la gran urbe del Archipiélago, uno de los que en los años 50 tuvo que elegir la diáspora para salir adelante.

Todas estas apreciaciones se confabulan en lo enunciado al principio. Está en juego el renombre de un gran creador del siglo XX, el presupuesto público y la capacidad de gestión de una Fundación que debe encontrar su hueco en el panorama artístico nacional e internacional. El Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria, que es el que contribuye económicamente al mantenimiento de la institución, debe tener en cuenta que está entre sus manos un proyecto de envergadura, una colección exquisita admirada por el convulso mundo del arte y la crítica. El artista, por su parte, ha tenido autonomía para nombrar su equipo de confianza, amén de introducir en el contrato de depósito de las obras lo que creyó más conveniente para la regulación de la adquisición futura de las mismas. Todo en aras de una cohabitación serena entre lo público y lo privado, y con el deseo de que la Fundación alcance la estabilidad necesaria. Las voces que encuentran poco conforme al interés general este entendimiento están en su derecho a hacerlo, pero el peso de Chirino, el valor de sus esculturas, son argumentos más que suficientes para pensar en que no se ha elegido un camino equivocado.

La cuestión más espinosa en la creación de la Fundación Martín Chirino ha estado en la elección del Castillo como sede, y como consecuencia de ello la puesta en circulación por parte del movimiento vecinal de una alternativa al museo, que, a su juicio, debiera dedicarse al mar y no a la colección del escultor. Articular un destino idóneo para una infraestructura en una ciudad, en este caso una tan emblemática como es el Castillo de la Luz, supone un trabajo de alto riesgo. Por lo tanto, los gestores públicos están en la obligación de ir más allá, de buscar la mejor ubicación de la oferta cultural de la ciudad en el mercado turístico y de ocio, y ello sólo es posible a través de la diferenciación y del valor añadido. Corresponde ahora al Ayuntamiento y a la Fundación demostrar que no estaban equivocados sobre las posibilidades que ofrece el recinto para albergar la obra del escultor español vivo más universal. Los ingresos por taquilla deben cumplir las expectativas, pero también están las derivadas del cometido de atraer arte y pensamiento. Crear, por tanto, una programación ambiciosa.

Los arquitectos Nieto y Sobejano han diseñado la rehabilitación del Castillo de La Luz y su consiguiente proyecto museográfico. La intervención en el patrimonio-histórico no puede estar acotada al original del inmueble. De lo que se trata es de encajar la fortaleza original en los nuevos usos del museo. Este debate está superado en la mayor parte del mundo, aunque supeditado a unos controles urbanísticos extraordinarios. En Las Palmas de Gran Canaria, sin ir más lejos, tenemos un ejemplo exitoso cuando se procedió a la desprotección de parte del Teatro Pérez Galdós para ampliar el escenario y añadirle un nuevo edificio.

Nieto y Sobejano optaron por instalar un ascensor y por colocar una valla perimetral alrededor del castillo, intervenciones que no han sido del agrado de todos. La arquitectura suele alcanzar la paz necesaria con el paso del tiempo, con el uso y la costumbre, y lo que ahora es confrontación entre opiniones puede que llegue a ser armonía, sobre todo si la Fundación logra llenarse con los cruceristas que entran por el Puerto de La Luz.

El equipo de Fuensanta Nieto y Enrique Sobejano, poseedor de una lista de prestigiosos galardones nacionales e internacionales, ha trabajado desde el principio con la finalidad de albergar en el Castillo de La Luz las obras de Chirino. La fortaleza, sus materiales de construcción, mantienen un bello diálogo con las esculturas. El proyecto arquitectónico ha recuperado áreas del interior ocultas o semienterradas; creado una nueva entrada al público, y combinado las exigencias de seguridad con el mantenimiento de la fisonomía del edificio. Con ser importantes estas aportaciones, ninguna de ellas está por encima de la apuesta más global: lograr que esta nueva infraestructura cultural pagada por el Estado sirva de efecto para revalorizar una zona urbana degradada, sin polos de atracción, cercana a la Playa de Las Canteras, lindante con el barrio de La Isleta (cada vez más testimonio de una arquitectura popular que desaparece), a un paso del puerto de cruceros y a poco kilómetros del parque Santa Catalina.

Movilizar tantas energías viene a ser el gran reto.