La Provincia - Diario de Las Palmas

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Mis escritos

Cuevas y puertos

La ladera de la montaña está compuesta fundamentalmente de un tipo de conglomerado poco compacto, incrustado en algunos lugares con grandes rocas. En este peligroso estrato se han excavado muchas cuevas en las que viven hombres, mujeres y niños. [Situadas en la ladera de la montaña de San Francisco, a pocos pasos del castillo de Mata]. Estas cuevas son de una categoría muy inferior a las de Artenara y son incluso más sórdidas que las de la Atalaya. No son tan cuadradas, ni están tan recogidas o limpias, ni tienen un aspecto tan próspero como aquéllas. La gente es de lo más pobre, aunque la pobreza en este clima nunca se manifiesta de forma tan penosamente lastimosa como la que solemos ver en nuestro país. Los españoles nos dicen que aquí vive la peor gente de la Isla, los que han sido desahuciados de viviendas más respetables. Por las cuevas no hay que pagar ningún tipo de alquiler. Simplemente, cuando un inquilino se marcha, otro la ocupa. Sobre el dintel de cada entrada, hay pintado un número de control oficial, de gran tamaño, y observamos que, en la hilera superior de las cuevas el último número era el 32. Hay además unos cuantos cuchitriles aún más sórdidos, excavados por debajo de las cuevas propiamente dichas, y algunos que están incluso bajo la misma carretera. El techo de uno de estos cuchitriles se desplomó hace unos meses y murieron algunos de sus moradores. Todo el lugar constituye una peligrosa ciudadela que debería ser desocupada y clausurada. Pese a que la mayoría está excavada en el conglomerado, algunas de las cuevas están construidas en una piedra arenisca rojiza, que hay en algunas partes de la montaña. La gente era muy morena, incluso con aspecto africano, y las mujeres se dedicaban a tareas domesticas: avivar los braseros y separar el maíz. Las puertas de las cuevas que disponían de tal lujo estaban abiertas, así que podíamos ver el interior. El mobiliario de las cuevas mejor equipadas consistía en una mesa, una cama, un gran arcón de madera y una o dos sillas. Muchas de las cuevas parecían estar desprovistas de todo lo que pudiera recibir el nombre de mobiliario. La zona desprendía unos olores nada fragantes y, por lo que pudimos estimar, cada familia solía tener más de cinco hijos.

Relato de Olivia M. Stone en su obra Tenerife y sus seis satélites a finales de 1883.

Vivían y morían muchos de nuestra ciudad sin haber sabido de este Puerto nada, en aquellos tiempos, que no fuera por referencias. La mismísima fiesta de la Virgen [de La Luz] era más frecuentada por la gente de los campos que por los hijos de la metrópoli. Allí no concurría de ella sino algún romero, por excepción, pues nuestra abogada, en devociones, era y es la Virgen de la Soledad de la Portería. Claro: que la gente joven, parrandista y calavera, no se quedaba atrás en la fiesta, no por el hecho de la devoción sino por otros opuestos fines despertados por los cuentos sicalipticos tradicionales que de tiempo atrás se repetían. Y claro, también que los tales cuentos debieron ser fantasías de lúbricos cerebros ancestrales, pues así lo probaba la cosecha de bofetadas que los coetáneos, en pago de sus atrevimientos, de las hembras recibían, amén de algunas palizas propinadas por los varones cancerberos de sus encantos. Que todo era presentarse y vencer creían nuestros jóvenes más atrevidos, y aprovechando, a falta de otro expediente, el misterio de la noche de la víspera, después de los fuegos, cuando las mozas aguardaban, durmiendo en la playa al aire libre, la llegada de la fiesta, era como coser y cantar la acometida del desaguisado, con mezclándose en el rebaño, cual traidor lobo hambriento. Pero aquellas hermosotas durmientes cerraban un ojo para velar con el otro; y tal lo comprobó en su adamada persona uno, mi camarada, que apenas comenzara en busca de lo ignoto, a revolver tapujos, sintió en su cuello dos manos femeniles: dos tenazas, más bien, que a poco lo ahogara de no pasar al rostro a emplear sus garra para dejarle hecho todo un eccehomo.

La ciudad entonces limitaba al norte por la extensión de arena que Fuera de la Portada comenzaba y formada por altas dunas envolvía en el misterio el Puerto de autos; y había quien prefería ir a Mogán a pie antes que atravesar aquellos arenales. Vetusta muralla de piedra que tuvo su buena historia en los tiempos gloriosos de Wander Doez, corría, como defensa, desde la altura del Castillo del Rey hasta el derribado Torreón de Santa Ana abriéndose en ella la famosa Portada, al final de la tortuosa calle de Triana, compuesta allí de pobres y raquíticos casuchos. Después de la Portada, el trozo que iniciaba la carretera al Puerto de la Luz, ya comenzaba, a cuyo borde al Poniente se echaban los cimientos de la primera casa, llamada de la Rifa. Nada después: arena y siempre arena hasta llegar al Mesón, muy cercano el cuartelillo de la guardia de Carabineros, comandada por el Señor Marrero, conocido más bien por el Sargento del Puerto o el vecino de Seña Rosarito. Y en tanto que aquel se encargaba en su cuartelillo de mantener el espíritu militar de sus huestes, dormidas, generalmente, bajo su inspección de vista gorda ella confeccionaba en el Mesón sus platos de comistrajes para el pasajero que llegaba o despachaba sus bebidas para éste y los pescadores del contorno. Algo más allá dos casuchas semirruinosas, mansiones solariegas de las dos familias que capitaneaban los dos Clanes de pescadores que allí existían de muy antiguo: Los Montenegros y los Perpetuos. Después, ninguna otra cosa que la lava y conos de la Isleta ennegrecidos y aflictivos.

Relato que nos hace Julián Cirilo Moreno y Ramos, en su obra De los puertos de Las Palmas y de la Luz y otras historias. En la última mitad del siglo XIX

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