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Javier Durán

Desviaciones

Javier Durán

La injusta victoria de la locura

Cuidado con el friki! No es una exclamación impertinente ni estigmatizadora. Ni mucho menos. La hago corroído por el sentimiento escalofriante que me produce la mirada por la mirilla más diabólica: un perturbado que supuestamente ordena la caída libre contra los Alpes de un vuelo comercial lleno de pasajeros. Su exnovia hace un relato espeluznante de este Lubitz, al que le colgaba el racimo terrible de la megalomanía del aire, de la que chupaba para sangrar una ambición desmedida que llevaría al mundo a agotar la tinta, los 140 caracteres, la rapiña de las redes sociales, el grito desmedido, el aullido de terror, la cumbre del horror, la cima del lamento, la tristeza infinita de tantos? Todo para hablar de él. La locomotora alemana del orden y la eficacia no ha podido con la obsesión de este muchacho que nos restriega de nuevo por la cara la flojedad de nuestra invulnerabilidad.

El vuelo torcido de Germanwings nos ha desvelado con la mayor crudeza posible que nada puede escapar de la vigilancia, y que ninguna política de austeridad ni de ahorro de personal debe estar por encima del control psiquiátrico de la persona que tiene en sus manos la vida de muchos. Ahora nos quedamos perplejos y embotados cuando conocemos que la baja médica del individuo no se comunicó automáticamente a la central de recursos humanos de la filial barata de Lufhansa, nominada en 2015 para el premio de mejor compañía de bajo coste por Air Transport New. ¿No hemos ido demasiado lejos? Tanto para tantas cosas innecesarias o dedicadas al rigor recaudador, o bien al marketing despiadado (lo sabemos todo, absolutamente todo, de usted), para adquirir conciencia de repente de que hay intersticios psicológicos que se burlan de los caudalosos sistemas informáticos que respiran durante la noche y el día.

Los capitanes siempre fueron poéticos. Abandonaban el barco al final, cuando el Titanic enterraba su proa hacia el fondo del mar, o decidían quedarse dentro del casco para ver el destino irremediable a través del ojo de buey. En Moby Dick el capitán Ahab era el primero que se lanzaba contra la ballena blanca. Desde hace años, esta mítica poderosa se cae a pedazos: el mando del Costa Concordia hundió la nave al dirigirla contra los arrecifes de Giglia, a los que se acercó para satisfacción de los curiosos, y de la que escapó como alma que lleva el diablo cuando empezó a inundarse. Sin ir más lejos, este Lubitz alucinaba con ser capitán de la Lufhansa. Emperrado con la obsesión viajaba en vuelo libre por los Alpes. En las pesadillas, cuenta su exnovia, accionaba la dirección y estrellaba el avión. A la mañana siguiente, con el fulgor de la experiencia nocturna, se sentaba en el puesto de copiloto sin que nadie supiese qué era lo que más anhelaba.

¿Nadie supo traducir las señales que derramaba el chico por sus bolsillos? Quizás quedó en el estadio de friki, personaje con una obsesión desmedida por una afición a la que convierte en el centro de su vida, ya sea a través de la utilización de símbolos que le alegran la vista o con experiencias reales que sacian su deseo persecutorio. Lo malo es cuando la frikada pone en peligro la vida de muchos. Uno de los testimonios más entrañables de esta tragedia viene de una víctima a la que se le han quedado varios familiares en la montaña: lleno de una entereza tremenda daba las gracias a todos por lo bien que había sido atendido y por las explicaciones que había recibido del fiscal encargado de la investigación. Al verlo por la televisión, uno se ha preguntado por el derecho delirante del aviador y por la serenidad encauzada del afectado. Y he pensado en ello por la injusta victoria de la locura, y en lo que el sentido común nos ordena: se tenía que haber inmolado él solo, ser el dueño único de su protesta contra el resultado de los peritajes sobre su mente. La insatisfacción era suya.

La ejecución de esta destrucción masiva de biografías nos hace dudar del orden aparente, de la creencia de que hay una superioridad técnica o administrativa que vela por la dirección correcta del sendero trazado. Quizás nos veamos obligados a vivir bajo la paranoia, a padecer la ansiedad de la desconfianza, a ver un enemigo en cualquier lugar, a registrar una y otra vez las identidades para despejar la duda, a identificarnos en cualquier momento, a dar acceso a nuestros historiales médicos, al cruce instantáneo de datos? ¿Y así se podrá evitar lo innombrable? Y otra cuestión: ¿Podremos soportar la presión? Y una más: ¿Seremos capaces de renunciar a tantas libertades que consagran las constituciones? La presión es mucha. Por lo pronto, Lubitz formaba parte de la llaneza más obvia: el tipo que va en el puesto de mandos de un avión debe dar cuenta hasta del color de su defecación, por poner un ejemplo desagradable. Y ante las manías extrañas, la cautela precisa para saber que no van más allá que las de cualquier personaje de Woody Allen.

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