La Provincia - Diario de Las Palmas

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Aula sin muros

Fiesta, promesas al santo, parranda y verbenas en la alameda

Sucedía todos los años cuando asfixiaba "la calor" y las mañanas despertaban con tiempo de Levante. Paisaje habitual, por pequeño y escondido que estuviera, de cualquier pueblo de las islas. Era como si se parara el tiempo. Gran parte de la cosecha recolectada o casi madura en las tierras ardientes. La fruta más que pintada en los matos y una parte recogida y colocada, en cestas o desparramadas en lugares donde les diera el fresco. Las redes tendidas en los cayados o enredadas en las boyas o las tablas de los chinchorros. Una mañana de sol, al mediodía, a las doce en punto los toques acompasados del reloj de la iglesia, al tiempo que las campanas tocaban a rebato y una salva de voladores espantaba a los perros que ladraban sueltos en los patios o halaban desesperados de las cadenas intentado soltarse de sus amarraderos. Este conjunto de sonidos y ruidos inusitados anunciaban el principio de la fiesta anual en honor de una virgen patrona o santo protector de tierras, personas, animales, espaviento de desgracias e infortunios. Los ojos vivos y la jarana de las muchachas en las tiendas, almacenes o lavaderos de ropa, expresaban la alegría por el inminente estreno de trajes de volantes, bordados y pretinas ajustadas a las cinturas que se probaban, con la ilusión de una niña o una novia, en las casas de costura pobladas de trasiego de gente entre retales, bobinas, sobrantes y figurines de moda color negro y sepia. Los hombres estrenaban sombrero, los muchachos cinto y, los que rompían alcancías con un ahorro de años, reloj de pulso; los más chicos cinto y camisas almidonadas. En los días de la fiesta los devotos pagaban la promesa y el resto se congregaba en las calles abanderadas formando una bulla desordenada.

Muchos, al pie de los ventorrillos formaban el tenderete con un par de requintos que, al punto, se convertía en parranda. En las vísperas, después de los fuegos artificiales, la pollería bailaba en las verbenas, organizadas por la comisión de fiestas, en la alameda y sociedades. A veces, en contra de la opinión de párrocos que las considerabas peligrosas para la moral hasta que las permitieron, debido a una especie de bula parroquial porque parte de su recaudación se destinaba a la reconstrucción de la cumbrera del templo carcomida por la polilla y el tiempo. Hoy, cada año y verano, se retoman las viejas costumbres aunque ya no existan los estrenos que, antaño, llenaban de ilusión a las jovencitas ni devotos o romeros, mujeres y hombres encarnados de sofoco, se lastiman las rodillas para, como antes, con el sombrero, el abanico o una vela en la mano, llegar a los pies del trono del santo y pagar las promesas de favores concedidos o deseos insatisfechos. Se comparte el mismo escenario de las calles y plazas que, por un tiempo, pierden su cometido habitual para convertirse en un espacio colectivo de significados, rituales, intenciones y necesidades. El significado viene representado por un lenguaje colectivo de rito, música, jolgorio y participación. En el fondo late la vieja religión y culto a antiguos dioses del vino, la transgresión y el amor. Antes con libaciones, sacrificios de animales en los altares griegos y romanos, danza, acompañadas de la cítara, la flauta y el tamboril. Hoy no hay votos y promesa al santo o la virgen, sin que, en las calles y plazas, falte el alcohol y las viandas. Acompañando a la procesión no falta la música que, más tarde, se junta en parranda y copa en cualquier esquina. Como tampoco se hace ascos a Cupido cuyo ardor se propaga más allá de la media noche entre el efluvio y la penumbra de unos matos, playa o barranquera.

En todo caso, las fiestas populares, son al mismo tiempo una representación placentera y una participación de identidades colectivas. En este sentido lo local supera lo global en un deseo de atrapar el aquí y ahora un tanto libertario en cuanto a que la gente se siente libre de las ataduras diarias de las preocupaciones y el trabajo. Pero no se queda en el mero disfrute personal sino que transciende al otro porque también es un reclamo de lo social, lo grupal. Por eso parte del bienestar personal, físico y mental que reporta, deviene de la integración jocosa y, por qué no, religiosa con los otros. En su esencia es una fiesta de participación conjunta en un espacio de todos. Incluso de los que vienen de fuera. Desde tiempos festivos inmemoriales tanto el romero que vienen a pagar una promesa, como el que aprovecha la coyuntura para entremezclarse con un paisanaje distinto, no es considerado como forastero y su presencia en el pueblo es reconocida como intercambio de lenguajes comunes y beneficio económico traducido en consumo y ganancias dinerarias. Además, persisten muchos de los antiguos hábitos festivos: acompañar con el canto a un par de requintos en una noche inédita, convertir las calles en noches bailongas de amanecida. Como también la tradición isleña que viene de lejos: el dulce capricho de comprar unos turrones con que agasajar a un amigo o para la "viejita" mamá o abuela, cargada de memorias, a las que no se les olvida las veces que bailaba en las verbenas con la mamá que acompañaba sentada en el banco. Allí permanecía, atenta, vigilante a que ningún hombre se sobrepasara en los intentos, tantas veces fallidos, debido a la "retranca", que, por ignorancia o represión la arrastrara, agarrada por el talle o las hombreras a silbidos de una pasión desconocida.

fjpmontesdeoca@gmail.com

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