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Aula sin muros

Fue en el verano cuando mandaron a buscar al cerrajero

El tiempo de verano reproduce ardores de amores olvidados en los que vuelven los paseos de mano a la orilla de una playa o sentarse, juntos, en una terraza con una copa, a recordar un venturoso pasado. Pero no siempre sucede así. Lo dicen las frías estadísticas que apuntan, según el Instituto Nacional de Estadística, un aumento en más de un 28% de las separaciones durante la época estival en comparación con el resto del año, incluidas las vacaciones de Navidad y Semana Santa. Entre las razones se cuenta la de que, en invierno y el transcurso del resto del año, la pareja se encuentra envuelta en proyectos individuales de trabajo y ocupaciones personales. La rutina de lo diario. Y es justo en vacaciones cuando, al pasar más tiempo juntos, en la estrechez de un apartamento, casa de campo, un viaje o el hecho de dedicar más tiempo a los hijos se vuelven a revivir viejos conflictos no resueltos. En este caso el roce hace saltar chispas no precisamente de encendidos quereres. La afirmación del poeta Rilke de considerar al amor como dos soledades compartidas se hace realidad, no en el sentido de unirse en un mutuo entendimiento deseado, sino en quebranto de una relación ya alicaída. Son muchos y variados los consejos para prevenir las desavenencias antes de que puedan terminar en litigios que, además de producir estrés o problemas con los hijos, afectan al bolsillo. Planificar de mutuo acuerdo las vacaciones atendiendo a los gustos de cada uno. Organizar las vacaciones de forma que los dos y los hijos queden complacidos. Lo que es lo mismo: ser generosos el uno con la otra y viceversa. Dedicarse tiempo para estar y hacer cosas juntos, harto difícil cuando se trabaja, se atiende a la casa y los hijos. Pero estos estados transitorios de cierto relax no son garantía de que la relación se anude. De hecho, como apuntan las estadísticas, son muchas las parejas que regresan de las vacaciones y deciden buscar abogado y cambiar las cerraduras.

El psicólogo Stemberg habla de que para que funcione la relación de una pareja debe haber intimidad, compromiso y pasión. Lo primero que se me ocurre al hablar de intimidad es apartarse del bullicio, el estrés de la cotidianidad y buscar espacios de encuentro libres de ruidos y alborotos para poder recluirse en paz. La mejor oportunidad la proporcionan el tiempo libre y, en especial, las vacaciones. También intimidad ha significado, a lo largo de la historia un hecho tan simple como el trato de hogar, echarse a los brazos del otro, descansar en su regazo viendo una película o atendiendo a cosas tan sencillas como responder a la petición de un masaje o hacerse cosquillas en el pelo y la espalda, en vez de usar algunos de los artilugios rascadores de metal y alambres finos. Puede que, previo o no, a la invención del Romanticismo de la relación sexual como momento de máxima intimidad entre dos cuerpos y psiques trufadas de deseos y requerimientos consentidos.

Por lo que respecta a la pasión es una emoción que, en sus inicios, es corpórea porque tiene sus orígenes en la química del cerebro y las hormonas. Pero dura, se mantiene y se convierte en estado de ánimo permanente, merced al carácter de las mujeres y hombres que deciden juntarse para formar pareja. Se trata de códigos culturales en los que se asienta el enamoramiento que, en cualquier momento, genera expectativas, gozos y también naufragios de esperanzas. Pero que nadie se llame a engaño, cada vez son menos las demostraciones de amor que evocan al heroísmo. Son ideales que la mayor parte de las veces genera frustraciones. Amores púberes, de iniciación y descubrimiento. Todo lo contrario del amor o enamoramiento maduro, realista, que implica compromiso. Adaptado a las diferentes realidades, personas y tiempos. Un continuo juego de consensos y concesiones propio de parejas capaces de manejar conflictos que se convierten más que un problema en una solución. Como escribió Kafka: transformar la pasión en carácter. Y es que una vez que acaban las pasiones que, en un tiempo, parecían indómitas, aparece el desencanto que no lo cura ni el sosiego de unas vacaciones. Todo lo contrario. Se trocaron en turbulencias al sol, la montaña o un crucero que se ideó como una segunda luna de miel. Lo escribió el poeta Tirso de Molina: "Nunca sale de raíz una pasión encendida; que en el hombre más feliz, aunque sale la herida, se queda la cicatriz".

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