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El análisis

Barbas en China

En la provincia más occidental del gigante asiático, Xinjiang, durante esta primavera, la justicia local condenó a un miembro de la comunidad uigur a una pena de seis años de cárcel por portar "barba larga", cuando, por decreto gubernamental fechado en 2014, había quedado expresamente prohibido el exceso piloso y la vestimenta que impidiera la identificación personal. Al parecer, las autoridades se excusan en que, repetidamente, se le había advertido con escaso éxito. En toda China, es raro ver a varones que posean barbas pobladas, ni tan siquiera cuidadas a la manera en que hoy es habitual en el mundo europeo. Por eso, produce una extraña expectación el extranjero que visita el País del Medio exhibiendo abundante vello facial.

Acabo de volver de la China Roja, de ese enorme país cuajado de contrastes y que pugna por convertirse en la primera potencia económica del mundo porque, por índice demográfica, ya lo es y con distancia. Las ciudades de la República Popular responden a un modelo de crecimiento que sólo se comprende cuando se está físicamente en ellas, tanto es el volumen humano que las habita como la ambición por prosperar que anima a los hijos de esa cultura milenaria. Pero, ya digo, lo que más me sorprendió fue el persistente deseo de los nacionales, pequeños y grandes, por hacerse la foto de rigor con el barbudo, el que suscribe con perdón. Mis acompañantes, simpáticos ellos, aprovechaban la ocasión, que fueron incontables, para hacer la foto de la foto, porque, como uno, no salían de su asombro. Hasta celebraban el fenómeno y lo convertían en un inesperado momento de diversión adicional, como si fuera un choque cultural que requería del oportuno festejo. Por mi parte, nunca me negué a la pose, y cuando eran menores los protagonistas de la solicitud, me agradaba satisfacer el tímido impulso que nacía de la natural curiosidad. Excepto una vez, en Shanghái -léase "Sanjái"-, ya que un malandrín de apenas seis años me puso de los nervios. Estando en el crucero que hacía la travesía nocturna por el Huangpu para maravillarse con el estallido de luz que provenía de los rascacielos adyacentes, situados en el floreciente distrito financiero de Pudong, el pequeñajo, conocedor de mi ignorancia sobre su existencia y absorto como estaba con el espectáculo circundante, me hizo tantas instantáneas que ni una modelo de alta costura. Me harté porque llegó a poner el móvil en las narices de un servidor, accionando el dispositivo con flash incluido, ante las sonrisas de los progenitores que estimulaban las hazañas del travieso personaje. Así que pasé al ataque, agarré la cámara y corrí tras el gamberrillo y logré mi objetivo: una fotografía del cazador de barbas en primer plano, enseñándome la lengua, por supuesto. Ahí paró el asedio o, digamos, se hizo más humano, puesto que volvieron a pedirme fotos, individuales o en grupo (con toda la familia), pero con mi beneplácito. El guía local, entre risas, llegó a decirme que podría recuperar fácilmente el importe del viaje y la estancia exigiendo la entrega de una determinada cantidad de yuanes a cambio de posar para los compatriotas. Ya en serio, le pregunté extrañado por este inusitado interés por fotografiarse con las personas barbadas. La respuesta no me convenció, igual que la del resto de sus compañeros a lo largo de itinerario por el norte y sur de China. Mantuve la incertidumbre hasta la vuelta a España y aquí comprendí que mi apariencia no sólo era inhabitual, sino revolucionaria en más de un sentido.

Dicho quedó que China es un país de contrastes, de pobreza extrema y de despilfarro insultante, en el que las autoridades comunistas se aferran a la idea de un control exhaustivo sobre las conductas que observan sus nacionales: no es en absoluto baladí que sea el país en que hayan más cámaras de vigilancia por kilómetro cuadrado. Y, claro, el portar generosas barbas en un mundo tan desprovisto de privacidad resulta de una rebeldía que merece la pena resaltar. Ahora, pasados los días, entiendo el gesto y el ansia por guardar en la memoria de sus cámaras y móviles el desafío de una barba blanca, que apenas era consciente de lo que suponía para una sociedad tan oprimida.

Mis respetos a los chinos, ellos y ellas, mayores y pequeños, y mi solidaridad porque, por fin, alguien ha entendido que la barba es el patrimonio de la libertad del varón, del individuo si se quiere. Con todo mi cariño hacia todos aquellos asiáticos que conserven mi foto compartida como ejemplo de rebeldía y libertad. No les engaño si confieso que jamás me había sentido tan honrado.

(*) Doctor en Historia y profesor de Filosofía

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