Siempre le gustó experimentar en el mundo de las drogas, probar las que iban llegando para saber qué efectos sentía el enfermo después de su consumo y tratarlos. Era y es un hombre bueno, quizás un poco ingenuo. En los noventa cuando la droga hacía estragos en tantas ciudades, a la que Las Palmas de Gran Canaria no era ajena, alguien decidió que no estaría mal abrir una Unidad de Desintoxicación de ámbito regional y así fue.

Pocos recursos, pocos conocimientos, pero mucha buena voluntad. Mucha. El barrio de San José, por ejemplo, era un hervidero de toxicómanos y "camellos" que transitaban sus laderas noche y día, como cadáveres andantes. Había que hacer algo para que la sociedad, asustada por la situación, creyera que la Administración trataba de atajar el problema. Chapuza tras chapuza.

Tanto que los vecinos se organizaban para ahuyentar a los enfermos toxicómanos a palo limpio. Y en ese ambiente apareció él; alto, grandote, con cara de niño y bueno hasta decir basta. Conocía a todos los drogadictos. Era el paño de lágrimas de madres que acudían a su hombro en busca de consuelo. Pocos médicos eran capaces entonces de meterse en el agujero negro de la drogadicción, atenderlos a cualquier hora del día o de la noche. Un día recién llegado de un curso sobre toxicomanías decidió llevar a un grupo de chicos que empezaban a levantar la cabeza a pasar el día en Maspalomas. Fuimos juntos.

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