El fútbol es de las pocas pasiones donde la bigamia está permitida. Los aficionados desde siempre han tenido dos equipos. El de su ciudad y luego, dependiendo de las influencias, son principalmente del Madrid, del Barca o del glorioso Atlético de Madrid. Sin embargo, a esta terna le hizo sombra hace décadas, en forma de juego y títulos, el Athletic de Bilbao y su delantera explosiva liderada por Zarra, Gaínza y Venancio. En la totalidad de los campos españoles, según cuenta con devoción mi padre, cuando saltaba a calentar en feudo contrario el Bilbao y el equipo de casa, los aplausos y los gritos de aliento siempre llevaban el mismo nombre: Zarra. Los vascos eran el referente balompédico por excelencia. Pero esa hegemonía vasca de los cuarenta se vio pronto alterada por el poder del dinero. Los grandes tirando de chequera se hicieron, se hacen y se harán con los mejores jugadores del mundo llámense Puskas, Di Stéfano, Kubala o Maradona, Zidane y Messi. Sin embargo, los bilbaínos han mantenido la misma política de apostar por la cantera a ciegas. Una propuesta admirable que funciona y que puede ser exportable. De hecho, a día de hoy, el Athletic puede presumir de ser uno de los tres equipos que siempre ha estado en primera. Al igual que en los negocios si una idea se desarrolla y bajo una determinada gestión funciona, por qué no copiarlo. El caso de la UD Las Palmas es el mejor exponente. En su regreso a Primera debutó con diez zagueros de la tierra y no lo hizo mal. Al margen de términos resultadistas sí es importante analizar que, junto al Bilbao, no hay más equipos en la Liga que tiren tanto de jugadores de casa como los amarillos. El germen de la vascuence Lezama o la Masía catalana son el espejo donde debe mirarse la UD. Escuelas de fútbol donde forjan personas y moldean jugadores. Centros donde la educación y el deporte van de la mano, ya que a la postre es fundamental entrelazar las ansias por ganar con la deportividad, el juego limpio y la honestidad.