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Papel vegetal

Refugiados: sobran las palabras

Prender fuego a campos de refugiados, rechazar los barcos salidos de los puertos, violentar a los solicitantes de asilo o cerrar los ojos ante la miseria y la pobreza: eso no es Europa".

Son palabras con las que el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, reaccionaba ante ese drama colectivo que son las muertes de decenas de miles de seres humanos mientras tratan de llegar a nuestras costas o que terminan asfixiados en transportes ilegales por carretera.

Con todos sus problemas y a pesar de todos los retrocesos -y son muchos-, Europa es vista todavía como el mayor espacio de paz, libertad y garantías de los derechos de los ciudadanos. Y no hay que sorprenderse pues de que actúe como un imán para millones de seres humanos en medio de tanta miseria.

Pero esa Europa próspera no debería olvidar nunca que su prosperidad no se debe sólo al ingenio, capacidad inventiva y espíritu empresarial de muchos de sus ciudadanos, sino también a la explotación, muchas veces inmisericorde de las riquezas ajenas, entre ellas las del continente negro, de donde llegan por mar muchos de esos refugiados.

Hemos reconocido o sobornado a dictadores y cleptócratas porque permitían a Occidente extraer esas riquezas del subsuelo, hemos alentado revoluciones y cambios de régimen cuando algún político nacionalista ha intentado revertir la situación en beneficio de sus compatriotas.

Hemos llegado a alianzas con los peores déspotas, les hemos vendido armas que les han servido para sofocar revueltas y reprimir muchas veces a sus propios ciudadanos y les hemos ayudado a esconder el dinero robado en nuestros bancos, estuviesen éstos o no en paraísos fiscales.

Hemos hecho y deshecho países, lanzando guerras insensatas con falsos pretextos, hemos alentado revoluciones populares contra dictadores a los que habíamos apoyado mientras servían a nuestros intereses para dejar luego en la estacada a quienes luchaban por sus libertades y terminar aceptando, como mal menor, al nuevo tirano.

Se ha impuesto una y otra vez la razón cínica de la realpolitik frente a la razón democrática, y parecemos todavía sorprendernos de tantas tragedias como se producen diariamente a nuestro alrededor.

Hemos metido la cabeza debajo del ala y nos hemos negado a ver lo que se estaba gestando. Y hemos creído que muros, alambres de espino y patrullas marítimas o terrestres bastarían para disuadir a quienes no tienen ya nada que perder y están dispuestos a todo para sobrevivir.

De aquellos polvos vienen estos lodos, y ahora nos encontramos con un éxodo masivo que hemos intentado en vano detener con una ridícula hipertrofia de medidas de seguridad.

Cuando la única solución, al menos de momento, para evitar que sigan produciéndose más tragedias como las que llenan diariamente los espacios informativos, es facilitar el flujo de refugiados mediante la apertura de vías de inmigración legales, algo que algunos gobiernos, entre ellos el alemán, que es el que mayor número de solicitantes de asilo acoge, parece que empiezan sólo ahora a comprender.

No podemos al mismo tiempo dejar abandonados a su suerte a quienes sufren en sus países de origen las consecuencias de una miseria de la que somos en parte responsables, de unas guerras que, lejos de servir para democratizar, como se nos anunciaba, sólo han causado más muerte y destrucción.

Está claro que Europa no puede acoger a millones de refugiados, entre otras cosas por las tensiones sociales que tal hecho originaría, y que estamos viendo ya en algunos países, incluida la propia Alemania, pero sí mostrarse mucho más solidaria de lo que se ha mostrado hasta ahora.

Fuerzas como la de los talibanes y el más fanático e inmisericorde de todos los movimientos yihadistas, el llamado Estado Islámico, son en cierto modo producto de los errores de Occidente al apostar una y otra vez por los actores equivocados: cría cuervos y te sacarán los ojos.

Estados Unidos tiene una gran cuota de responsabilidad, si no la principal, en muchos de esos desastres y no puede tampoco pretender desentenderse de las consecuencias de sus aventuras militares.

¿No deberían demandárselo ahora sus aliados europeos, tan solícitos con Washington para otras cosas?

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