La Provincia - Diario de Las Palmas

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Aula sin muros

Volver a la escuela

Todavía hay a quien le entran retortijones de barriga, con el solo olor de la cal de la tiza o los grumos de la goma de borrar. Es porque lo asocian con el miedo a la vieja escuela cuya "imagen de marca" era la palmeta junto a los libros y el crucifico en la mesa del maestro y, en casos extremos, la orejas de burro con las que se castigaba a los alumnos mataperros o duros de sesera para aprenderse la tabla, las reglas de Ortografía o el Catecismo. Y esto no se remontan a los tiempos, ya liberales del periodo de la Ilustración, en los que pensadores como Rousseau ya anunciaban una nueva pedagogía y atención a los alumnos en las escuelas. Sucedía en el siglo XX en el que autores como Azorín, en el año 1904, describían un panorama no demasiado halagüeño para los posibles alumnos cuando en Confesiones de un pequeño filósofo escribía, refiriéndose al espacio escolar como: "¿Cómo iba yo a la escuela? ¿Por qué iba? ¿Qué emociones sentía al verme fuera de las cuatro paredes tan horribles? Aquellas emociones deberían ser de pena, y que estas deberían ser de alegría..." Muchos años más tarde, en pleno régimen de Franco, el escritor isleño Miguel Sarmiento habla de la escuela a la que él y sus coetáneos asistían en los años cuarenta y cincuenta como: "No guardo ningún recuerdo agradable de mis escuelas y colegios. Cuando pienso en ello me indigno... Me rebelé, desde el primer día, contra la palmeta, la crueldad del saber pedante de los profesores que no admitían réplica ni comentario... El rincón de los párvulos fue para mí un suplicio. Allí dudando entre disfrazarme con los sombreros de las niñas y el temor a la palmeta, se malograron muy bellos días de mi infancia". Y refiriéndose a su maestra: "Cuando se desataba en ira recurría a todos los castigos inimaginables: al pellizco, al palmetazo, a ponernos de rodillas, a sentarnos de cara a la pared, a tenernos con los brazos en cruz y un libro en cada mano... a exhibirnos con dos orejas de burro en el zaguán, a meternos y arrinconarnos a puntapiés debajo de la tarima y a las mordazas -unos canutos de caña que, sin lavarlos nunca, pasaban y propagaban las boqueras de alumno en alumno".

No existían los psicólogos para tratar estados de ansiedad por el miedo a una maestra cascarrabias, un compañero grandulón abusador o el problema de que las cosas a uno no le "entraban en la cabeza". Tampoco existía la figura del defensor del alumno a quien recurrir cuando un alguien se sentía víctima de una injusticia, agravio o cualquier tipo de maltrato. Las diferencias con el antes, no mucho antes y el ahora, son abismales. "Contestar" al maestro era considerado como una grave desobediencia semejante a la de deshonrar al padre o la madre del Cuarto Mandamiento. La consecuencia inmediata era el castigo. A la pena del maestro le seguía el "arresto" de los propios padres con el argumento de "algo habrá hecho". El indefenso alumno o alumna estaba sometido a un doble castigo por la misma acción. Hoy, al menor síntoma de posible, presunto maltrato, grito estentóreo de una maestra o maestro en el aula (todo el mundo tiene derecho a tener un mal "su día") puede acarrear que, al día siguiente, se presente una madre airada en el despacho del director, para presentar una queja cuando no una amenaza de recurrir a la inspección. Los dos extremos son altamente perniciosos para el desarrollo psicológico del alumno. Damos por descontado que ya está ampliamente desterrado de las escuelas cualquier tipo de maltrato hacia los alumnos por parte de los maestros. Da la impresión, de esto saben muchos los propios docentes, de que los alumnos gozan de todos o la mayoría de los derechos en un espacio escolar en el que, parece ser, lo único que, a veces se respeta, es la fila a la entrada de la clase. Luego el docente tiene que llamar al orden para comenzar la tarea de explicar el programa del día. Los que están sentados permanecen sentados, los que bostezan se estiran y el que no le tira una bolita de papel al compañero. Nadie se levanta como signo de respeto, educación o simple reconocimiento a la experiencia y conocimiento del enseñante. Por supuesto que el trato horizontal o democrático impone el tuteo cuyo uso normalizado no tiene por qué conllevar, per se, una falta de respeto. Claro está que ya no existe el miedo, casi antiguo terror, que llevaba a los alumnos a "echarse a la juyona" de escuelas que, como describe Miguel Sarmiento y vivieron muchos que fueron alumnos en ese tiempo, eran, más que una lugar de aprendizaje, una habitáculo de suplicios donde imperaba el lema de "la letra con la sangre entra". Se ha impuesto, con la idea de una mayor libertad y atención a las necesidades educativas del alumno en plena etapa de crecimiento y desarrollo, una cierta desidia, olvido o menosprecio a la antigua "autoritas" de la que emana el concepto del maestro como poseedor del saber y la experiencia ("magister dixit"). Como consecuencia también se ha instalado un relajamiento de la sana disciplina y sujeción a la norma que conduce a que, tanto hijos como alumnos, desconozcan lo que es el autocontrol y se sientan con el derecho a exigir sin techo ni límites. Poseedores de todos los derechos o pocas o ningunas obligaciones. Se trata de uno, entre muchos, de los peligros que acechan a la educación y pedagogía de los nuevos tiempos. Otros se derivan de la estructura y la propia organización en la que faltan recursos, sobre todo en la enseñanza pública, o la excesiva ratio de profesor-alumno que impide una enseñanza más personalizada y que los profesores no se percaten, por ejemplo, de un acoso escolar o no existan suficientes especialistas para el tratamiento de alumnos distintos. Por último habría que analizar y debatir por qué los libros de un año no sirven para otro y que en el mismo libro, a veces las hojas cosidas con hilo por madre curiosa, no puedan estudiar varios hermanos. ¿Han cambiado tanto los contenidos y las llamadas "vías curriculares" de un curso para otro? La gente, las familias a las que, en este inicio de curso, les duele el bolsillo, piensan en negocios de editoriales y librerías. Sin olvidar que a uno hay veces que le mueve la pena de ver a alumnos y alumnas con enormes morrales a la espalda o halando de carritos cuyo caudal de conocimientos no está precisamente en proporción al peso de los libros y demás material escolar y sí a la curvatura de la columna y su derivación en insalubre y precoz padecimiento de lumbalgias. Al tiempo.

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