El final de la cuenta atrás ha comenzado. Las manijas de un reloj infatigable marcan la hora del caos. Atrás quedará la tediosa crisis con su paro maldito a la cabeza, la inseguridad mundial o las terribles enfermedades del primero y del Tercer Mundo. Nada es comparable con el mayor problema que tiene la sociedad española: la educación. La base de todo se tambalea y el tan ansiado estado de bienestar se deteriora aún más por culpa de sus principales actores. El rumbo a la decadencia se ha iniciado y prueba de ello son los elevados índices de fracaso escolar que registra este país año tras año. La solución, nunca fácil, debe pasar por aunar el consenso de todas las instituciones para impulsar un Código, Convenio, Pacto o llámese como quiera encaminado a frenar lo que pasa hoy día en las aulas. Hay demasiado en juego para permanecer impasibles ante una realidad tan dura como temible. Comienza un nuevo curso escolar donde apenas hay regeneración. Los mismos profesores desmoralizados se enfrentan con escasos medios a la ardua tarea de formar a la sociedad del mañana. Escuelas donde la autoridad ha sido desbancada por los alumnos. Aulas en las que prima la mediocridad y se pone de cara a la pared a la excelencia. El modelo educativo no funciona y España está a la cola en los diferentes tests educativos. Algo que repercute en el todo. La negligencia educativa se paga muy cara y se agrava sin que nadie haya querido escuchar el tañer de las alarmas. Es inviable que cambiemos de ley de educación (siete en tres décadas) sin realizar un profundo análisis de la trágica situación. En la historia contemporánea hay muchas naciones que han invertido en educación y en apenas una generación han visto la recompensa en forma de resultados. España no puede esperar ni un día más sin que la educación deje de estar en manos de políticos incapaces de entender que las escuelas son el verdadero inicio de la prosperidad. El lugar donde comienza la catarsis de un país. En el caso de España somos líderes europeos en fracaso y abandono escolar con una tasa superior al 20% y que duplica la media comunitaria. Dejar pasar la oportunidad, una más, de cambiar esta situación sería abrazarse a la mediocridad propia de un país subdesarrollado.