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Cuaderno del Báltico II ' San Petersburgo'

Callejeando con Shostakovich en San Petersburgo

San Petersburgo deslumbra y aterra. Del panorama de sus dos vertientes sobre el rio Neva, arteria caudal, nace la doble sensación de la pura belleza y la de un mundo imposible. Navegando las aguas tranquilas del gran río y sus puentes levadizos, los canales y las cien arquitecturas palaciegas o catedralicias, se hace agobiante el imaginario del despotismo zarista pero son en buena parte fachadas restauradas, con interiores que almacenan derribos y residuos. Dos reconstrucciones ha conocido esta colosal escenografía barroca y neoclásica: la del incendio provocado por sus mismos rectores para dejar solo cenizas a la invasión napoleónica y la del bombardeo de la horda nazi durante un asedio de más de 900 días. Ambas la han hecho renacer tal como fue, espejo más que versallesco de una tiranía encastillada en la riqueza ornamental y en la acumulación de arte de las cabezas imperiales y sus prebendados entornos.

El régimen soviético, no menos imperialista, convirtió algún palacio en mercado de frutas y verduras pero supo respetar el esplendor exclusivo de la antigua capital. No tuvo tiempo de restaurarlo todo, ni interés en reproducir funciones que fueron cortesanas. Pero desde la caida de la URSS hasta hoy, la política cultural y la renta turística han logrado rescatar el gran decorado y abrir sus tesoros al disfrute de los pueblos, empezando por el propio. De manera notoria, los Pedros, las Catalinas, los Alejandros, los Nicolases y toda la casta zarista de los siglos XVIII y XIX siguen incólumes en sus monumentos, residencias y jardines, sin presencia de Marx, Lenin, Stalin o Mao. no menos celebrados en la retórica urbana de casi todo el siglo XX. Obviamente, se trata de una opción artística, no política.

Son muchas las urbes históricas de Europa nacidas de similares excesos absolutistas, como decisivas las guerras y revoluciones que alumbraron un nuevo mundo de libertad e igualdad. Que se haya cumplido en todos los casos, es otra historia. San Petersburgo se alza hoy como bellìsimo museo en el área que atrae el interés del visitante. Los seis millones de ciudadanos que allì viven no lo hacen en el escaparate histórico sino en inmensas barriadas periféricas de bloques iguales, dignos en apariencia y bien urbanizados. En esas afueras aparece en obras el nuevo estadio para el mundial de fútbol de 2018.

En el núcleo brillante, el turista es el rey a despecho de los controles de entrada y los visados para dos o tres días que tan exóticos nos parecen a los europeos "schengen". Atienden los filtros de fronteras funcionarios con pinta de "vopos" que asustan a algunos y divierten a otros. El esplendor italianista o afrancesado de la arquitectura no disimula la realidad de que aquello es Oriente. Cierta compañera de viaje no pudo con las excelencias democráticas declamadas por una nativa y se atrevió a matizarlas: "Bueno, querrás decir semidemocracia". La reacción de la propagandista inhibió al resto cuando nos animaba a hacerle preguntas "políticas". Para demostrar que no hay limitaciones, largó una gracieta con los nombres de Putin y Rasputin que ya es vieja en la Europa sin visados. Por cierto que el palacio de Rasputin forma parte de la colección.

Como un automatismo mental, me acompañó en la visita la música de Shostakovich. Cuando comenzó el asedio hitleriano estaba él en Leningrado, topónimo soviético de San Petersburgo, donde naciera en 1906. Sufrió el miedo y la miseria de una ciudad reducida a escombros y privada de los minimos de subsistencia. Casi 650.000 ciudadanos murieron de hambre y de frío hasta la liberación en febrero de 1943. Su Séptima Sinfonía, subtitulada Leningrado, es la crónica sonora del drama. El compositor fue evacuado a Moscú en 1941 y allí concluyó la sinfonía iniciada entre cañonazos. Al estreno moscovita en marzo de 1942, le siguió en agosto el de Leningrado a cargo de una orquesta reclutada entre los restos de otras.

La acuciante demanda occidental logró sacar la partitura en microfilm el mismo 1942, para su ejecución en Londres por Henry Wood, y en Nueva York por Toscanini. La fiebre competitiva de las grandes batutas del momento sumó tan solo en Estados Unidos 62 ejecuciones entre el 42 y el 43, dirigidas por Kussevitzki, Stokowski, Rodzinski, Mitropoulos, Ormandy, Monteux y toda la elite del podio. Este alucinado treno de la destrucción y la fe en la victoria, marcó un fenómeno sin precedentes en la historia de la música. También hubo mucho de interés propagandístico contra el III Reich, pero la pieza que volvía a mi memoria es una obra maestra por encima de su circunstancia.

Shostakovich, el más grande de los compositores rusos, dedicó cuatro de sus quince sinfonías, conmemorativas o críticas, a episodios diversos de la revolución soviética. Cuando me encontré en la gran plaza del palacio de invierno de los zares, hoy pieza central del museo del Hermitage, volvió a emocionarme la resonancia interior de otra obra, ésta prerrevolucionaria: la undécima sinfonía subtitulada El año 1905, en la que el compositor evoca la masacre consumada en la misma plaza por la policía zarista, cuando el pueblo hambriento y desarmado se agolpaba pidiendo pan al "padrecito" Nicolás II. Genial y conmovedora música, cuya significación golpea el espíritu en el fastuoso escenario petersburgués. De la víspera misma de la revolución es el acorazado Aurora, reliquia aparcada en una orilla del Neva, cuyos disparos decidieron el triunfo de los bolcheviques sobre los divididos e irresolutos mencheviques. Obviamente, es otro tótem local.

De las colecciones de pintura y escultura del Hermitage, entre las más ricas del mundo, no se exhibe sino un tercio pese a ocupar el antiguo palacio de invierno y otros cuatro contiguos, todos ellos con fachadas sobre el Neva. Los palacios no son museos y fuerzan una exhibición insatisfactoria por compartir espacio con las instalaciones y decoraciones palatinas. Es frustrante encontrar tantas piezas magistrales aisladas -o amontonadas- entre estucos, dorados y cortinas que las agobian, o instaladas -como ocurre con algunas cumbres del arte español- en alturas que enturbian la mirada.

Habría que dedicar varios días al simple contacto con lo expuesto y ejercitarse en no ver el entorno, particularmente en los meses de mayor densidad turística. El palacio de Catalina la Grande y su famosa sala forrada ded ámbar, otra visita obligada, tambien adolece de un decorativismo "pompier", como el de algunos de los templos. Llama la atención el ortodoxo del Salvador sobre la sangre derramada, pastiche de estilo pseudoruso cuyo interior, del suelo a las cúpulas, está cubierto en su integridad por mosaicos nada tradicionales, realizados en el siglo XX por profesores y estudiantes de la Academia de las Artes.

Más allá de la saturación ornamental de las piezas rusas y barrocas, sorprenden las nobilísimas estructuras neoclásicas por la saturación ornamental de los interiores y el gusto de añadir el oro al mármol, como signo exhibicionista de poder y riqueza. La ciudad histórica abunda en cúpulas y torres doradas, limpias de pátinas y refulgentes al sol. En los alrededores, tres cuartos de lo mismo. El "Peterhof" de Pedro I combina su armonioso diseño con las célebres cascadas, las fuentes y el canal que divide el enorme jardín hasta desembocar en el golfo de Finlandia, cuajado todo ello de brillos áureos. Coincidan. o no, con los gustos personales, resulta ilustfrativo que estos fastos del imperio, erigidos sobre el hambre del pueblo, encuentren hoy su rentabilidad social en los ingresos del turismo.

No puedo omitir el paso por el teatro Mariinsky (el Kirov de los soviéticos) y sus fachadas verdes: otra llamada a la imaginación como ámbito el genio ruso en la música de concierto, la ópera y el ballet. Allí conoció Shostakovich muchos éxitos a despecho del recelo que su mùsica despertaba en el régimen y le puso más de una vez en riesgo de confinamiento siberiano. De allí salieron artistas supremos, compañías que giraron por el mundo producciones emblemáticas de ópera y danza, primero sometidas al conservador "realismo socialista" y ahora puestas en vanguardia por Valery Gergiev, patrón de la casa y gran amigo de España. Dejamos San Petersburgo sin entrar en este santuario, que tenía en cartel una ópera rusa más bien rara. Otra vez será.

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