No soporto a esas personas que van de estupendas por la vida, siempre un paso por delante de uno. Ya saben, como el conocido al que cuando le cuentas el emocionante partido que has visto por la tele, te replica con displicencia: "Ah sí, yo metí el gol de la victoria".
Como también me caen gordas las que se entrometen cuando estás abstraído en algún trabajo delicado, y tras hacer añicos tu concentración encima se permiten remachar, sin asomo de contrición: "Sigue, sigue, no me molestas".
Y qué me dicen de las que le preceden a uno en la caja del supermercado, y que esperan hasta el último momento para sacar su monedero y contar una a una las monedas y moneditas hasta reunir ufanas el importe exacto de su compra, naturalmente el día que vas con más prisa.
Y eso por no hablar de aquellos que te llaman por teléfono cuando estás almorzando, y a pesar de que se lo aclaras y hasta simulas hablar con la boca llena para que se apiaden de ti, no paran hasta colocarte su rollo patatero, terminando cuando tu comida ya está fría.
Y no olvidemos los que dicen ser nuestros amigos y no nos ahorran los interminables vídeos de las fascinantes vacaciones en su pueblo, parándose a explicarnos la identidad de toda su parentela más la de algún otro figurante que se empeña en chupar cámara.
Por no hablar de esos amiguetes que en la tertulia parecen acechar el tema que acabamos de abordar, para aportar, como si estuvieran en un concurso de pasapalabra, su propia vivencia, por supuesto más original y cautivadora que la nuestra.
O qué me dicen de esos profesionales de la medicina que se olvidan de su juramento hipocrático, para presumir de la próstata que le extirparon a fulano o las difíciles hemorroides que le operaron a mengano, poniéndote el alma en vilo sobre cuándo le va a tocar hacerse pública tu personal historia clínica.
¿¡Me imagino que ya se habrán percatado que esta mañana me levanté con el pie izquierdo!?
