La Provincia - Diario de Las Palmas

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Personajes de la playa de Las Canteras

Los hermanos Momo

Mar sin límites, remoto,

airado, turbio, violento

amado, mar de mi vida

y de todos mis recuerdos

(Arturo Maccanti)

El final de la calle General Sanjurjo (hoy Olof Palme), en su encuentro con el paseo de Las Canteras, era lugar de reunión de vecinos del barrio de Guanarteme en cualquier época del año. Se formaban grupos que atacaban diferentes temas, entre los que no podía faltar el de las mujeres, a las que el machismo desbocado, imperante entonces, había encerrado en sus casas, entre calderos, sartenes y alfileres. Las esposas, hijas y hermanas de aquellos hombres eran tabúes dentro de sus respectivos corros. Se hablaba, además, de fútbol, boxeo (en el barrio había boxeadores famosos) y de desgracias, más que de alegrías. Había un grupo diferente con su especial atractivo, que tenía que ver con el mar. Se trataba de los admirados pescadores de la Peña la Vieja, que rivalizaban en valentía y profesionalidad con los de La Puntilla. Sus barcas, apoyadas en dos burras de madera, servían, además de para enganchar una buena siesta bajo su fresca sombra, para dar color a la playa, sobrada del amarillo de la arena. Cuando las mareas del Pino arreciaban en reclamo de su lecho absoluto, las barcas eran subidas a la calle General Sanjurjo. La batalla que el mar encanallado libraba con la inocente Peña la Vieja nos aterrorizaba, porque los ejércitos que el mar reclutaba en forma de grandes olas sumergían al negro peñasco entre abundante espuma blanca y atronadores ruidos. Todos suspirábamos cuando acababan las altas mareas y volvía a surgir la dulce silueta de nuestra Peña. De aquel grupo de pescadores casi profesionales recuer-do a Lucas, Federico, Rafael y Momito. Eran los pescadores oficiales que lanzaban sus nasas y trasmallos dentro y fuera de la Barra. Otro grupo amateur, pero eficaz, lo formaban Suso Rodríguez, que había logrado fotocopiar el catastro entero en el que figuraban las cuevas de los pulpos, y D. Macario, al que ni la sajadura de las morenas lograba apagar su sonrisa.

El cojo y bueno Federico pagó con su vida el tributo que muchos pescadores pagaban al mar. Varios días después de ahogarse lo sacaron en una barca, propiedad de mi familia, que yo llamé Aliocha Karamazov, el personaje de Dostoyevski que tanto he admirado. Momito era el padre de seis hijos, de los cuales tres eran varones. Momo y Benito (Tatayo) siguieron la vocación de su padre y Ramón emprendió otros caminos. Reclamo la atención a que llamé al padre Momito (Jerónimo) y al hijo Momo, una inversión que posiblemente seguía la estela del famoso nombre con el que luego se conoció a los dos hermanos por los Momo. De todos los protagonistas amigos de la playa de los que he escrito (Martín Chirino, Matías Díaz Padrón, Fernando Díaz Cutillas...) los Momo amplían mi catálogo muy cargado de artistas e intelectuales. Introduzco un espacio de popularidad, de humildad, de trabajo bien hecho, de estos personajes que han dedicado parte de su vida al servicio de los demás. ¿Y que mejor servicio que salvar vidas humanas? Fui partícipe, con ellos, de un salvamento que sucedió cerca de la tan mencionada Peña, donde se trabucó un bote repleto de familiares y amigos. La mayoría ni sabía nadar, ni conocía el lado negro del mar. Pudimos salvar a muchos de ellos, pero el recuerdo me sigue atormentando a lo largo de muchos años. En el momento crucial en que sacábamos a una joven esta gritó aterrada: "¡Mi transistor! ¿Dónde está mi transistor?" El transistor estaba en el fondo del mar y al lado el cuerpo, sin vida, de su hermano...

Los hermanos pueden llenar un libro con sus incontables heroicidades, exponiendo sus vidas, sin temor a perderlas. El Ayuntamiento los ha distinguido con el merecido título de Playeros de Honor. Cuando aún no existían las torretas de los socorristas ellos fueron los ángeles de alas de escamas finas que arrebataban las víctimas a la muerte.

Hamaqueros de la playa, respetados y admirados, caballeros andantes del honor y la cortesía. El destino hizo que Momo, después de una larga lucha con el párkinson, muriera -según me ha contado su hermano- repitiendo constantemente el nombre de Dios, siguiendo con sus labios el ritmo que le imponía su enfermedad. Momo no ha muerto: ha sido prohijado por Neptuno, retenido en el fondo de azul marino, entre gueldes verdes, fulas azules, estrellas rojas y caracolas sonoras que se asoman a su amplia ventana...

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