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Perspectiva

La reforma de la Ley del Tribunal Constitucional

El Gobierno ha encargado a su grupo parlamentario una reforma exprés de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional. La propuesta consiste en dotar al TC de la facultad de imponer multas a las autoridades, empleados públicos o particulares que incumplan sus sentencias; también de suspenderles de sus funciones durante el tiempo preciso para la observancia de sus resoluciones. La finalidad que se persigue es amenazar con sanciones a los que tras las elecciones del 27S decidan hacer actos de "desconexión con el Estado", contraviniendo lo que de manera reiterada ha dicho el TC. Esta iniciativa tiene un claro sentido electoral y la foto del candidato del PP a la Presidencia de Cataluña, García Albiol, que no es diputado, en el acto de registro de la proposición de ley en el Congreso no deja lugar a dudas. No obstante, el Gobierno justifica la reforma amparándose en algo obvio, las sentencias de los tribunales han de cumplirse, y apoyándose en que otros tribunales constitucionales como el alemán cuentan con esa potestad sancionadora. La cuestión es si la norma es necesaria, si es jurídicamente eficaz y si es políticamente oportuna. Sin duda la Generalitat catalana está tensando hasta límites difícilmente soportables la cuerda de la lealtad constitucional y la consulta del 9N del pasado año fue un punto de inflexión que quiere transformarse en ruptura tras el 27S. La pregunta es si tiene el Estado resortes para hacer frente a estos desafíos o es necesario añadir este nuevo instrumento. Cabe recordar que en 2003, para frenar el referéndum separatista que pretendía el plan Ibarretxe, el Gobierno de Aznar impulsó la creación de un nuevo delito, que castigaba la convocatoria ilegal de elecciones y referendos. La norma no se llegó a aplicar, porque encalló el plan en el Congreso, y fue derogada a instancias del gobierno de Zapatero, por considerar que había vías distintas para paralizar esas iniciativas. Finalmente el TC la declaró inconstitucional por haberse aprobado de tapadillo, a través de una ley distinta del Código Penal. Ahora, cuando la deslealtad se percibe por el Gobierno como más inminente y crítica, se echa mano de un matamoscas, pues no otra cosa es atribuir al TC la facultad de sancionar con multa o con suspensión de funciones a quienes incumplan sus fallos. Cierto que el TC alemán tiene una facultad parecida, pero en un contexto distinto. Este Tribunal decide los efectos y alcance de sus sentencias, puede también sancionar a quien hace un uso abusivo de los recursos ante él y, desde luego, su facultad sancionadora no está prevista para actos de grave deslealtad constitucional. Para ello están la Constitución y el Código Penal.

Nuestra Constitución cuenta en su art. 155 con un instrumento ad hoc para situaciones límite, como las que podrían vislumbrarse en un escenario de declaración independentista: si una Comunidad Autónoma no cumpliera sus obligaciones constitucionales o legales o atentase gravemente contra el interés general de España, el Gobierno podrá adoptar las medidas necesarias para obligarla al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones o para proteger el mencionado interés general.

Si lo que se desea es una sanción judicial por incumplimiento de sentencias, eso ya está previsto en nuestro Código Penal. De hecho, el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña ha aceptado la querella contra Artur Mas y otros dos altos cargos de la Generalitat por delito de desobediencia a las providencias del TC que suspendían la consulta del 9N auspiciada por la Generalitat. Lo criticable es que el Código Penal regula el delito de desobediencia de las autoridades o funcionarios a las resoluciones judiciales (art. 410 CP) sin distinguir la gravedad de lo que se incumple. Aquí es donde podría el Gobierno estudiar con más fundamento una reforma. No es lo mismo una sentencia de contenido meramente administrativo o civil que una sentencia del Tribunal Supremo disolviendo un partido y no digamos una sentencia del TC declarando nulos actos contrarios a la unidad territorial del Estado o que entrañen un deliberado desconocimiento de los poderes constitucionales. Para estos casos, tan ridícula es la sanción que contempla la iniciativa del PP como la que prevé el art. 410 del CP, que castiga la desobediencia con pena de multa de tres a doce meses e inhabilitación especial para empleo o cargo público de 6 meses a dos años. Quizá sería conveniente introducir un tipo penal agravado para estos casos de incumplimiento de sentencias que conllevan una intensa deslealtad constitucional. A la vez, habría que suprimir la exención de responsabilidad criminal de las autoridades o funcionarios prevista en el art. 410.2, para cuando no cumplen el mandato judicial por considerar "que constituye una infracción manifiesta, clara y terminante de un precepto de Ley o de cualquier otra disposición general". Tratándose de ejecución de sentencias, máxime si son del TC, no es concebible que se puedan incumplir so pretexto de cuestionar la legalidad de su contenido. De no introducirse este escalón intermedio, del delito de desobediencia simple se pasaría directamente al delito de sedición, en el que incurrirían los que provocaren a alzarse pública y tumultuariamente para impedir el cumplimiento de las resoluciones administrativas o judiciales. Pero este nuevo delito ha de decidirse con sosiego, consenso entre los grupos mayoritarios y sin la inminencia de unas elecciones. La proposición de reforma de la Ley del TC es, además de innecesaria, ineficaz. La sanción prevista no disuade a los desobedientes. Más bien los convierte en víctimas honorables, que ni siquiera pasan por un banquillo de la jurisdicción penal. Sin embargo, lo más grave es que su ineficacia surge de que el problema que se trata de resolver está mal planteado. El exabrupto con el que García Albiol sintetizó la iniciativa parlamentaria, "¡Se acabó la broma!", indica que no se ha entendido que una parte muy importante del electorado catalán está convencida de que con un Estado independiente le iría mejor. Para España eso no es una broma, para los españoles que sentimos a Cataluña como una parte importante de nuestra cultura y de nuestra identidad tampoco, y menos broma es aún para los catalanes que no quieren que haya una Cataluña independiente de España. Es el PP el que ha tratado el asunto como pataletas nacionalistas a las ha ido contrarrestando con collejas, como la recogida de firmas contra el Estatut, el llamamiento a boicotear productos catalanes, a preferir que las empresas sean alemanas antes que catalanas y, ahora que la broma ha ido demasiado lejos, quiere acabar con ella con una iniciativa legislativa ridícula, que sólo sirve para dar más munición a quienes han hecho del victimismo su razón de ser o de querer ser independientes.

Por último, la citada iniciativa no es oportuna. El desafío soberanista es lo suficientemente serio como para buscar una respuesta consensuada de la mayoría de fuerzas políticas. Esto es una cuestión de Estado y el PP lo ha convertido en una pancarta electoral de su candidato. No se trata de convencer a los partidos independentistas de que no lo sean, sino de minar su base electoral con sólidos argumentos económicos, políticos y sociales. Si antes eran una minoría y ahora son casi una mayoría, hay que preguntarse por qué y hay que emprender la tarea pedagógica de convencer a los catalanes antes de las elecciones de que el independentismo debe seguir siendo una minoría. Así ha sucedido en Québec y seguramente también en Escocia.

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