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La realidad

La legislatura de los cambios

A medida que se acerca el próximo 27 de septiembre se acelera el choque de trenes entre Cataluña y el resto de España. Los altavoces miméticos de la propaganda desempeñan su misión subrayando los motivos de conflicto y alentando una intensa escenografía electoral. El discurso sentimental sustituye al debate razonado, los argumentos dan paso a una notable exaltación emocional. A unos y a otros les interesa que sea así. En primer lugar, pretenden activar al máximo el voto de sus correspondientes parroquias. En segundo, asfixiar a los neutrales, que pasan por tibios -o, peor aún, por traidores- a los ojos de ambos. Finalmente, la exhibición de las masas pretende nublar el discernimiento de los pocos -o muchos- indecisos que todavía quedan. Hay algo, por supuesto, muy operístico en estas elecciones que debería disgustar a cualquier persona sensata. Los problemas no se resuelven con una épica de redención ni con apelaciones continuas al miedo, aunque el mal -y sus consecuencias- conforman una parte sustancial del misterio de la Historia. Pero esa es la opción que Mas ha elegido: tensar la cuerda hasta el punto de que un accidente podría romperla. Apostar el futuro de una sociedad a todo o nada conlleva un riesgo suicida que tal vez se remedie, pero que puede acabar mal. Este tipo de desafíos debería formar parte del pasivo de un político y nunca de sus activos.

En todo caso, suceda lo que suceda después del 27-S, el daño ya está hecho y requerirá una fina labor de orfebrería reconstruir la confianza social y recuperar el sentido de realidad. Existen fórmulas y cauces que permiten activar soluciones, a pesar de que, por el momento, se haya optado por la confrontación maniquea. No cabe duda de que Rajoy se sintió engañado repetidas veces por Mas; la última en el pasado 9-N o cuando, según algunas fuentes, le ofreció en secreto una nueva financiación para Cataluña, además del blindaje constitucional para el catalán. A Mas, en cambio, le convenía -y le conviene de cara a las elecciones- mantener un estado de exaltación permanente con el objeto de tapar la autofagocitación de su partido. Pero Rajoy ha fallado al no liderar una respuesta política a la crisis catalana que evitara su deriva en problema estructural. Confiar exclusivamente en la presión del empresariado fue un error, sobre todo porque la iniciativa política no les corresponde a ellos sino al gobierno. Pensar que el paso del tiempo sería suficiente para limar las aristas fue una ingenuidad más, pese a que una incipiente recuperación económica ha empezado a jugar a su favor. El carácter de los pueblos prima por encima de sus instituciones, sentenciaba Alexis de Tocqueville a mediados del siglo XIX. Por desgracia, el carácter de nuestro país recae cíclicamente en el cainismo. Encauzar esta tentación debería formar parte del bagaje adquirido en la experiencia democrática de estos últimos cuarenta años.

El escenario post 27-S depende también sobremanera de lo que suceda en las próximas generales de diciembre. Harán falta pactos múltiples de gobierno, donde los partidos nacionalistas -pienso ahora en el PNV, por ejemplo- pueden representar un papel determinante. Cabe pensar en una alianza amplia entre el PP o el PSOE, Ciudadanos y el PNV, o quizás Podemos. En cualquiera de estos supuestos, se iniciará un amplio periodo de reformas políticas, que tal vez incluya un proceso constitucional y la actualización de la estructura territorial del Estado. ¿Entrarán las instituciones catalanas en la negociación parlamentaria o seguirán inmersas en la retórica del todo o nada? La lógica indica que lo primero. Incluso en el supuesto de una DUI, Cataluña permanecería sujeta al derecho vigente en España. La declaración carecería de cualquier validez jurídica, nacional o internacional. El principio de realidad es así de potente y los estados democráticos no se rompen saltándose las leyes y sin apoyos internacionales creíbles. Lo cual tampoco soluciona un problema que se encuentra muy enquistado. No parece que haya otra alternativa a medio plazo sino abrir un potente proceso de reforma política que termine modernizando las instituciones del país. Y eso seguramente llegará a partir de 2016, con un equilibrio parlamentario diferente. Apunten esa fecha: 2016. Entonces empezará la legislatura de los cambios.

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