La Provincia - Diario de Las Palmas

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Papel vegetal

Nacionalismos

Se ha explicado el auge del nacionalismo escocés como consecuencia de un déficit democrático. Desde 1979, el pueblo escocés votó tres veces contra las políticas de Margaret Thatcher y tuvo la sensación de que el Parlamento de Westminster no lo representaba.

Vino luego el laborista Tony Blair con su famosa Tercera Vía, y los escoceses, que habían apoyado siempre a ese partido, creyeron en un principio en un cambio de rumbo para verse de nuevo amargamente defraudados, esta vez por uno de los suyos.

Con una nueva retórica y bajo un barniz de modernidad, el Nuevo Laborismo de Blair y Gordon Brown representaba en cierto modo más de lo mismo: gradual abandono de las políticas redistributivas, reformas y privatizaciones que perjudicaban a los más débiles, prioridad absoluta a los intereses de la City y subordinación en política exterior a EE UU.

El caso catalán es muy distinto, aunque sólo sea por razones históricas: la Unión de Inglaterra y Escocia fue en realidad un pacto entre la burguesía inglesa y la debilitada y venal elite aristocrática de Escocia, a la que se abrían de ese modo las puertas no sólo al mercado de esas islas sino también a las colonias de Asia y Norteamérica.

Y, sin embargo, también el auge experimentado en los últimos tiempos por el independentismo, que ya no simplemente el nacionalismo catalán, puede interpretarse como consecuencia de un déficit democrático, un déficit que afecta a todo el Estado y por tanto también a la propia Cataluña.

Cuando se produce una situación de ese tipo, cuando los gobiernos no satisfacen las aspiraciones democráticas de los ciudadanos, se entienden de los problemas reales de la gente y cuando ésta desconfía de la alternancia tradicional porque considera que son todos lo mismo, es cuando los demagogos lo tienen más fácil.

Éstos encuentran siempre el chivo expiatorio: en este caso, España, a la que, sin distinguir entre el Gobierno y los gobernados, culpan de sus propios defectos y carencias, enfrentando a comunidades que habían convivido perfectamente y olvidándose de que si hay corrupción y poca calidad democrática en España, Cataluña no es, ni mucho menos, una excepción sino una buena muestra de ello.

No hay una Cataluña buena y una España mala, ni tampoco por supuesto lo inverso. Lo que hay, como en otras partes, es una clara subordinación de la política a los intereses económicos, que erosionan el poder de los Estados para defender a sus ciudadanos frente a la codicia sin límites del capital financiero internacional, que no entiende de fronteras ni de Estados.

¿Crear un pequeño estado más, una nueva Eslovaquia o Eslovenia? ¿De qué serviría si en realidad no van a tomarse allí las grandes decisiones?

Y está también el tema de la lengua, uno de los asuntos más incendiarios pa- ra unos y otros. ¿No resulta un despropósito que esos mismos cata-lanistas y españolistas que enfrentan a dos lenguas que deberían ser patrimonio de todos sean luego los primeros en defender el inglés, ese inglés de mil palabras del anuncio, frente a la otra?

¿De qué independencia estamos aquí hablando?

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