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Crónicas galantes

Los coches del pueblo

Una popular marca alemana del automóvil acaba de confesar que trucó unos once millones de coches para que sus tubos de escape se saltasen los controles de contaminación en Norteamérica. "La hemos cagado por completo", confiesa con sinceridad luterana y algo abrupta Michael Horn, el jefe de la Volkswagen en Estados Unidos, país donde se produjo el engaño.

El desliz no solo le ha costado la pérdida de un tercio de su valor en Bolsa a la empresa. Mucho peor que eso, ha puesto en cuestión la imagen de seriedad que identifica -con razón- a los productos alemanes, por más que la franca admisión de culpa de sus directivos pueda haber restituido, en parte, la confianza del cliente.

El mal, sin embargo, ya está hecho. Los que todo lo convierten en política no tardarán en recordar que el Escarabajo, modelo icónico de la firma, nació de la inspiración y el deseo de Adolfo Hitler. Como así fue, en efecto.

El Führer, que además de nazi era también socialista, decidió que las clases trabajadoras de Alemania tenían el mismo derecho a ponerse al volante que los ricos a los que hasta entonces se reservaba el goce de la posesión de un automóvil. De ahí que bautizase como "coche del pueblo" -o Volkswagen, en alemán- al modelo destinado a llenar las autopistas del Reich.

La de Hitler no era una idea nueva, ni mucho menos. El primero en popularizar el uso del automóvil entre los trabajadores y las clases medias había sido, en realidad, Henry Ford: uno de aquellos capitalistas de pata negra a los que tanto detestaba el dictador alemán.

El visionario Ford no solo revolucionó los sistemas de producción con la cadena de montaje. Tan importante como esa fue su decisión de pagar a los trabajadores un sueldo mejor que ningún otro empresario de Norteamérica, aunque no lo hiciese por razones de caridad que hoy definiríamos como solidarias.

Cuando sus colegas del ramo de la industria le reprocharon los altos salarios que abonaba a sus empleados, Ford contestó con un argumento irrebatible. "Les pago bien porque es justo", explicó, "pero sobre todo, para dar ejemplo a los demás. Si los trabajadores no ganan lo suficiente, ¿quién va a comprar mis coches?"

Azares de la Historia hicieron coincidir la iniciativa del socialista Hitler y la del capitalista Ford. Por distintos motivos, los dos pretendían hacer accesible al pueblo la compra de un bien de lujo como hasta entonces era el automóvil; aunque solo el americano lo consiguió.

Urgido por las necesidades de la guerra, el Führer tuvo que aparcar su proyecto, que solo conocería el éxito a partir de los años cincuenta, cuando la Volkswagen ya desnazificada convirtió al Escarabajo en uno de los coches más vendidos del siglo XX. De hecho, las ventas del modelo ideado por Hitler y diseñado por Porsche superaron incluso a las del legendario Ford modelo T que inspiraría a Aldous Huxley su novela Un mundo feliz.

Fácil es deducir de todo esto que incluso el más infame de los regímenes políticos puede dejar alguna cosa de provecho. Hasta el de Franco, que entre crimen y crimen, montó las bases de la Seguridad Social con un sistema sanitario público que la izquierda defiende ardorosamente ahora frente a los plutócratas neoliberales. Con Ford o con Hitler, el truco -por lo que se ve- consiste en fabricar coches.

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