Uno de cada cinco desempleados isleños es parado de larga duración, es decir, lleva más de dos años buscando un puesto de trabajo. Son más de 50.000. Las islas han padecido graves crisis económicas en las que el nivel de desempleo -habitualmente elevado: desde finales de los años ochenta no desciende del 10%- se dispara. Pero jamás se había acumulado tanta gente y durante tanto tiempo en el paro como en la extenuante coyuntura que vivimos desde 2008 y que quizás ya no convenga llamar crisis, sino una transformación económica y laboral, política y jurídica, en beneficio de un capitalismo extractivo que tiene en la desigualdad su bandera. El desempleo de larga duración es una bomba de relojería: un fardo de plomo que relativiza cualquier perspectiva de recuperación. El desempleado se zombifica. Ya no es un trabajador, pero tampoco es un estudiante ni un jubilado. Ya no es nada ni nadie. Cerca de los dos tercios de los desempleados de larga duración en este Archipiélago no recibe ninguna prestación económica. La inmensa mayoría tampoco recibe formación desde que el Gobierno de Rajoy decidió que las políticas activas de empleo eran un despilfarro y que las jaculatorias a las vírgenes andaluzas y extremeñas resultaban más eficaces. Uno diría que lo fundamental en Canarias, precisamente, consistiría en reconstruir y articular una estrategia consensuada de políticas activas de empleo, privilegiando los instrumentos para buscar trabajo y la formación ocupacional. Porque casi el 40% de esos 50.000 desempleados de larga duración solo cuenta con estudios primarios. En cambio una renta universal está fuera del alcance de la Comunidad Autónoma.

La reformulación de las políticas de empleo no puede ser una nueva versión del PIEC, a través del cual se dilapidaron miles de millones de pesetas con unos resultados que saltan a la vista. Debería basarse obligatoria y transparentemente en un análisis realista del mercado laboral canario: las disparatadas modalidades de contratación y sus efectos dualizadores, el bajo nivel formativo que convive con la mayor tasa de universitarios de la historia, la reforma urgente y nunca encarada de la formación profesional y ocupacional, los problemas de movilidad. La economía sumergida o las contrataciones ilegales no son aberrantes fenómenos morales, sino patologías económicas, y el mejor método para combatirlas es facilitar la creación de empleo, potenciar la formación, mejorar y abaratar la movilidad y la conectividad, superar vicios de burocracias administrativas y sindicales. No al contrario.