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Las siete esquinas

Las dos caras de la historia

Todavía guardo el menú de una cena tradicional sioux a la que tuve la suerte de asistir en un college de Norteamérica, durante un encuentro literario con poetas y escritores de las tribus indias. A mi lado, en la mesa, había una poeta apache que también era profesora en una universidad. Era una mujer muy atractiva que leyó un poema que no logré entender y en el que la palabra "Death", muerte, se repetía una y otra vez. Luego, al volver a la mesa, se puso a hablar sin parar de matanzas de pobres indios desarmados en Texas y en Nuevo México. Estaba tan furiosa que parecía una palestina hablando del ejército israelí. En la mesa nadie la escuchaba, sólo yo, intrigado por aquella historia de ejecuciones extrajudiciales que convertía a Estados Unidos en una especie de dictadura latinoamericana de los años 70. Hasta que de repente me di cuenta de que aquella mujer se refería a matanzas que habían tenido lugar hacía muchísimo tiempo, incluso en el siglo XIX, y que los culpables no eran el ejército ni la policía, sino rancheros que habían querido expulsar a los indios de sus tierras o que habían combatido el aburrimiento matando indios.

Al día siguiente le conté a mi hijo, por Skype, que había ido a una cena con indios de verdad. Años antes, mi hijo y yo nos habíamos pasado muchas horas mirando las fotos que Edward Curtis les había hecho a los indios a principios del siglo XX, justo cuando se estaba extinguiendo su estilo de vida. En aquellas fotos, tomadas en los últimos campamentos que sobrevivían en las reservas, los indios posaban con una dignidad y una gravedad casi impensables en nuestro mundo. Pero aquella gravedad, por lo que pude ver, no había desaparecido por completo. Al final de la cena, dos jefes apaches se me habían acercado para darme las gracias, en perfecto castellano, por un poema que yo había leído sobre un cementerio indio. "Muchas gracias, se lo agradecemos de corazón en nombre de nuestros hermanos", me dijo uno de ellos. No sé por qué, me imaginaba que los apaches eran muy bajos, pero aquellos dos jefes eran altos, altísimos, y se comportaban con la misma exquisita gravedad que uno veía en las fotos de Edward Curtis. Al lado de aquellos hombres, uno se sentía alguien que no había conseguido aprender nada en la vida, o peor aún, un patán sin remedio.

Me he acordado de aquellos dos jefes cuando he leído que los indios de California han protestado por la canonización de Fray Junípero Serra, al que acusan de genocidio y de matanzas indiscriminadas. Y he pensado que esta historia tiene dos caras, igual que había dos caras en los apaches que conocí aquella noche: una, la de los jefes que me dieron las gracias con una elegancia que muy pocos reyes o gobernantes europeos serían capaces de alcanzar; y la otra, la de aquella poeta histérica que discurseaba sobre unos hechos del pasado que ella confundía con sucesos actuales. Porque es evidente que Fray Junípero no fue una persona fácil, porque si lo fuera, nunca habría hecho lo que hizo, que fue mucho, muchísimo. Y es cierto que el trato que dio a los indios fue muy duro, porque los obligó a vivir en unas misiones que eran prácticamente presidios en los que se les obligaba a trabajar en las peores condiciones. Ahora bien, antes de emitir juicios categóricos convendría contextualizar las cosas, porque una de las peores costumbres de nuestra época es juzgar los hechos del pasado con arreglo a unos criterios que en aquellos momentos no tenían ningún sentido.

Y conviene recordar que durante la colonización de California que llevó a cabo fray Junípero con otros mallorquines también vivían así casi todos los indios de los territorios de lo que ahora es Texas. Y a pesar de eso, fray Junípero quiso tratar a los indios californianos con las leyes relativamente benignas de fray Bartolomé de las Casas. Y si murieron muchos indios, no se debió a las matanzas, sino a las enfermedades que contrajeron al entrar en contacto con los europeos. Y si aquellos dos jefes apaches podían comportarse de una forma tan hermosa, con tanta gratitud y tanta modestia -"Muchas gracias, se lo agradecemos de corazón en nombre de nuestros hermanos"-, eso también se debía a que alguien como Fray Junípero, mucho tiempo atrás, había creado las misiones de California, en las que había enseñado a los indios a leer y a cantar himnos en latín. Y esa otra cara de la historia tampoco puede ser olvidada.

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