La Provincia - Diario de Las Palmas

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El espíritu de las leyes

Confusiones y flaquezas ante una crisis de régimen

Celebradas las elecciones al Parlamento de Cataluña con el fracaso de su dimensión pretendidamente plebiscitaria, el problema planteado por el separatismo no deja, sin embargo, de agudizarse. Nos hallamos, en efecto, ante una crisis institucional muy grave, que los nacionalistas vascos, siempre al acecho, aún podrían contribuir a empeorar en los próximos tiempos, si nos atenemos a las recientes manifestaciones reivindicativas de sus dirigentes. Con la deslealtad a la Constitución y la desobediencia a las leyes de las que presumen los independentistas, resultan imposibles tanto la alta descentralización territorial que los españoles poseemos como la supervivencia de nuestro Estado democrático de Derecho. El régimen constitucional se tambalea, señores. Lamento mucho que la izquierda (sobre todo la izquierda catalana) no lo aprecie así. Donde ella entiende, simpatizando acomplejadamente con el nacionalismo, que todo el problema se reduce a falta de diálogo por parte del Gobierno de Madrid, yo observo la resurrección de las dos Españas, un monstruo cainita que ha vuelto para quedarse.

¿Soy un catastrofista? Para mí es evidente que la prosecución de su hoja de ruta por los nacionalistas de Junts pel Sí y la CUP acabaría por conducir a la violencia y al enfrentamiento civil. Y hay que prepararse para tal escenario. Si alcanza a formarse un Ejecutivo de semejante filiación, ocurrirá que, desinteresado en gobernar y además imposibilitado de hacerlo por la propia heterogeneidad de su composición, tratará de superar las contradicciones internas imprimiendo mayor velocidad a la "desconexión" de España. Hecho lo cual, a continuación de la anunciada declaración de independencia se desplomará su legitimidad constitucional y cesará el deber de obediencia a las autoridades facciosas. Es responsabilidad de todos los partidos, pero muy especialmente del pasivo Gobierno de Rajoy, no haber advertido a la población catalana del altísimo coste que implicaría la última fase del "procés": desde luego en la economía (deslocalización de empresas, desinversiones, destrucción de miles de puestos de trabajo, corralito bancario, etc.), pero también en la convivencia ciudadana, con posible pérdida de vidas humanas. Lo saben, desde luego, muchos separatistas, pero no les importa. Juzgo, pues, completamente inútil el diálogo con sus líderes. Poco diálogo puede haber con alguien que pretende cortarnos una pierna, mientras a escasa distancia aguarda quien anhela amputarnos la otra.

Ahora bien, la gravedad de la situación aconseja moverse con mucha más agilidad y ambición que hasta ahora. También con mayor sentido común. Es suicida el encastillamiento del PP en la consideración de la Constitución como un documento irreformable y pétreo, algo así como la Ley de Moisés. A la par que insólito y extravagante en el mundo democrático, no menos suicida resultaría tratar de contentar a los nacionalistas de todo pelaje introduciendo en el texto constitucional el derecho de autodeterminación y su libre ejercicio mediante referéndum autonómico. En cuanto al federalismo que otros propugnan, nada interesa a los independentistas y más bien poco a los restantes nacionalistas, enemigos del multilateralismo que tal sistema conlleva. La política territorial de café para todos, al diluir la singularidad de los identitarios, nunca les ha parecido a éstos elogiable. ¿Entonces?

A mi juicio, y antes que cualquier otra cosa, las instituciones centrales del país deben asegurar la completa efectividad del ordenamiento jurídico en la Comunidad Autónoma catalana. Cuando las leyes se incumplen y las resoluciones judiciales no se acatan, han de exigirse las correspondientes responsabilidades. Nadie está por encima de la ley en un Estado de Derecho. Si no se consigue persuadir a los independentistas de la firme decisión estatal de respaldar coactivamente "la indisoluble unidad de la Nación española" que la Constitución proclama, si el Gobierno no actúa (o ni siquiera comparece) en los momentos críticos y si los jueces flaquean, todo se vendrá abajo, incluido el sistema de libertades establecido en 1978. Ciertamente, el Estado español, en tanto que forma política, es de naturaleza histórica. Tuvo un principio y cabe que tenga un final. A mí me gustaría que ese final no se debiera a la debilidad de sus gobernantes y de sus ciudadanos, sino a la plena integración de España en un gran proyecto supranacional: una Unión Europea federal. Mientras tanto, ha de defenderse la cohesión territorial con todas las de la ley (y nunca mejor dicho), como Lincoln defendió la Unión Americana. ¿Estamos haciendo eso? Pues no. Frente a la virulencia religiosa del nacionalismo, el pensamiento racional y secular de los unionistas es débil y vergonzante. Todavía hay muchos, sobre todo entre las gentes de izquierda, que temen parecer franquistas por invocar la Constitución.

Una Constitución que inexcusablemente ha de ponerse al día. En la cuestión territorial y en otras. Pero no conviene confundirse: de lo que se trata no es de abrir un proceso constituyente revolucionario y adanista, sino de ir abordando, de manera serena y gradual, la mejora de cuanto hemos venido construyendo en estos 37 años. El Estado de las Autonomías necesita, más que convertirse formalmente en Estado federal, acentuar su federalización, esto es, el gobierno compartido entre las instituciones centrales y las autonómicas, mejorando a la vez los mecanismos de colaboración, coordinación y cooperación. Ni más ni menos. Y semejante empresa tiene que llevarse a cabo no pensando en los independentistas, sino en todo el pueblo español.

(*) Catedrático de Derecho Constitucional

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