La Provincia - Diario de Las Palmas

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Punto de vista

La (in)moralidad como psicoterapia

Lo más interesante de Irrational man -el último ejemplar de la serie de películas que Woody Allen nos entrega puntualmente cada otoño- no son las diferentes polémicas de filosofía moral que la conducta del protagonista suscita, sino el plano meramente psicologicista al que tales dilemas morales pretenden quedar reducidos. En los tiempos actuales -con el pensamiento abstracto y conceptual fuerte prácticamente desaparecido, la filosofía reducida a grupúsculos pop, débiles e intencionalmente menores, y el individualismo subjetivista más simplón invadiéndolo prácticamente todo-, el filme que aquí se comenta supone no tanto la discusión entre una y otra escuela filosófica cuanto la cuestión acerca de si tiene sentido que la moral siga siendo objeto de un discurso filosófico propio o, por el contrario -como ya ha ocurrido, por ejemplo, con la nacionalidad o el género sexual-, ha de reentenderse a partir de cero desde categorías emocionales psicológicas. Permítaseme un breve resumen del argumento sobre el que se va a reflexionar. Abe Lucas es un profesor de filosofía que llega a la Universidad de Braylin en medio de una ya larga crisis personal. Su fracaso matrimonial y sus muchos años de excesos alcohólicos y promiscuos le han llevado a un periodo de apatía nihilista en el que languidece cada vez más, hasta que por azar se entera del comportamiento prevaricador y cruel de un juez corrupto de la ciudad. Inicialmente como una mera especulación, Abe juguetea con la idea de cometer el crimen perfecto sobre ese desconocido, y descubre que el plan de mejorar una milésima el mundo eliminando a esa persona indeseable consigue que vuelva a verle sentido a la vida. El juez carece de familia y amigos, ha destrozado la vida de muchas personas a lo largo de su carrera y va a seguir haciéndolo. Cuanto más planea y prepara el crimen, mejor se encuentra su estado de ánimo. La depresión ha desaparecido, así como su impotencia y su alcoholismo. Entabla una relación con Jill, una joven alumna fascinada por su interesantísimo profesor. La consumación del crimen mejora todavía más las cosas, sin que en ningún momento aparezca remordimiento alguno. Sólo cuando un inocente es acusado de la muerte del juez y su novia veinteañera descubre la verdad se le presenta un dilema moral que resolverá de forma egoísta, atendiendo a su conveniencia y no a ningún planteamiento de altura ética o filosófica. La complejidad de las cuestiones que despierta el guión de Allen va un paso más allá de las que despertaban otras obras parecidas del autor, como Delitos y faltas o Match point. No estamos sólo ante una reflexión acerca de dónde fundamentar la moral en una época en la que las mentiras religiosas han sido vencidas por el hedonismo y la pereza, sino ante un aviso de la dimisión de la filosofía para resolver la cuestión. Abe Lucas habla en clase sobre Kant y Kierkegaard, lee a Dostoyesvki y a Arendt, escribe sobre Heidegger, pero su conducta moral no está guiada por el imperativo categórico ni por la prevención ante la banalidad del mal. La única guía de su conducta está en el efecto psicoterapéutico que el acto de "hacer justicia" tiene sobre su estado emocional. Fascinado por lo bien que se siente actuando moralmente -para él- termina considerando que es moral aquello que le hace sentirse bien -a él-. De esta manera, la moral del profesor queda validada no por su función social, por su naturaleza trascendente o por su racionalidad, sino por sus virtudes antidepresivas individuales. Se está psicologizando la moral cuando debería estar moralizándose la psicología. Abe se convierte en una persona extraordinariamente moralista por motivos estrictamente subjetivos, ¿cabe imaginar inmoralidad mayor? No hay espacio aquí más que para dejar únicamente nombradas otras cuestiones interesantísimas que Irrational man plantea, desde la clásica cuestión acerca de la legitimidad que tiene el individuo particular para impartir justicia según su criterio en una sociedad en la cual tal asunto está acordado democráticamente, hasta otra polémica que planea sobre buena parte del guión referente a si la moral tiene un carácter retórico discursivo o, por el contrario, su naturaleza es conductual y activa. Por encima de estas cuestiones, la dialéctica más fuerte de la película está personificada en Abe y Jill en la escena resolutiva de la película -cuyo contenido, por supuesto, no desvelaré-. Ahí está la tensión entre el profesor de filosofía veterano y la novata estudiante, entre el que hace tiempo que explica sobre el cadáver de la filosofía y la que aún cree que puede existir un fundamento ético del comportamiento humano. El final del filme da claramente la razón a una de las partes: quizá lo que Abe entendió como la superación de la depresión existencial mediante el ejercicio de su moral psicologizada fuera la culminación de ese nihilismo autorreferente y no su desaparición, de manera que su buen estado de ánimo, meramente subjetivo, indicaría su momento de mayor deterioro existencial. Solamente por la valentía que supone proponer estas cuestiones que de-safían la estupidez felicista sub-jetivista que nos asalta actualmente por todas partes, la última película de Woody Allen merece una atención y un reconocimiento que la distingan de las demás obras ciertamente menores que ha entregado en los últimos años.

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