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Las siete esquinas

¿Persecución sistemática?

Éste es un país muy extraño. Cuando un político que dice representar a una nación oprimida y pisoteada va a declarar al Palacio de Justicia, los policías que vigilan el edificio se cuadran ante él. Y no sólo eso, sino que el sueldo oficial de ese gobernante de un país oprimido y explotado es casi el doble del que recibe el supuesto saqueador y explotador. Veamos los datos. El presidente del gobierno del país opresor cobra oficialmente 78.185 euros anuales (si tiene otros ingresos más o menos legales, eso no lo sabemos). En cambio, el presidente del gobierno de la nación oprimida y saqueada -y ultrajada y despreciada y sometida a un genocidio cultural y lingüístico y no sé cuántas cosas más- tiene un sueldo oficial de 122.426 euros (si tiene otros ingresos más o menos legales, eso tampoco lo sabemos). Haciendo las cuentas, hay una diferencia de 45.000 euros entre un sueldo y otro, una bonita cantidad en estos tiempos (y en cualesquiera otros, y pido perdón por usar este adjetivo tan raro, "cualesquiera", pero me temo que no hay otro que sea correcto).

Y ahí no se acaba la cosa, porque el presidente de la nación oprimida y saqueada acude a declarar -a declarar, insisto, y no a ser juzgado- acompañado por unos cuatrocientos alcaldes que gobiernan en pueblos y ciudades de la nación oprimida y saqueada por la potencia explotadora. Los alcaldes -todos lo hemos visto en la televisión- llevaban sus correspondientes varas de mando (creo que se dice así), y algunos hasta llevaban las medallas corporativas de su ciudad colgando del cuello. Según dice mi admirada señorita Wikipedia, la vara de alcalde "es una especie de pequeño báculo o bastón o cetro que los alcaldes exhiben en los actos públicos solemnes para resaltar el poder del cargo". Muy bien, pero a mí se me hace muy raro imaginar una nación oprimida y saqueada en la que cuatrocientos representantes públicos puedan exhibir alegremente "el pequeño báculo o bastón o cetro" que resalta el poder de su cargo.

Cuento esto porque es imposible sostener el discurso de quienes reclaman el derecho de autodeterminación para Cataluña. Se mire como se mire, Cataluña no es una nación sometida a un dominio extranjero de ningún tipo. O dicho de otro modo, Cataluña no es Zululandia (aunque al paso que va, quizá no tarde mucho en llegar a serlo). Para que exista ese derecho, debe haberse producido una situación de conquista y colonización por parte de una potencia extranjera, o bien una situación de persecución o discriminación sistemática de la población. Y eso no ha sucedido en Cataluña. Y para probarlo, me remito al sueldo oficial del presidente saqueado, muy superior al del presunto saqueador. O al policía que se cuadra militarmente ante él. O a los cuatrocientos cargos públicos que enarbolan sus varas de mando. O a las televisiones y radios que están controladas por ese gobernante oprimido. O a los miles de maestros y profesores que aplican su política en todos los estamentos de la enseñanza pública. Y podríamos seguir y seguir. O sea, que si alguien sostiene que esa nación sufre un proceso de persecución o discriminación sistemática, es que esa persona no está bien de la cabeza.

Ahora bien, cuando una porción significativa de la población de un territorio se cree oprimida, o al menos cree que viviría mucho mejor si pudiera vivir por su cuenta, existe un problema grave que se debe solventar de alguna manera. Pero ese problema no se puede tratar con la frivolidad con que lo hizo Cameron, en Inglaterra, al permitir un referéndum de independencia en Escocia que se pudiera ganar con el 50% más uno de los votos. La independencia de un territorio integrado en la Unión Europea es un asunto muy complejo y muy serio. Afecta a la soberanía territorial de los Estados (y en el caso de España, a un Estado que se remonta al siglo XVI). Afecta a los principios de solidaridad fiscal. Y hay muchas más cuestiones importantes en juego. La única solución factible sería un referéndum como el de Quebec, con una ley de claridad y un compromiso de neutralidad institucional y una exigencia de un 60% de votos favorables para la independencia. Ésa es la única solución posible, siempre que se negocie con inteligencia por ambas partes. Aunque eso es bastante improbable en ese extraño país que llamamos España, donde los gobernantes oprimidos cobran el doble que sus supuestos opresores.

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