Conducir en la GC-1 desde el Sur hasta Las Palmas de Gran Canaria se convirtió ayer en una pesadilla. El recorrido habitual de Bahía Feliz hasta la Avenida Marítima, que normalmente suele durar 40 minutos, se prolongó durante hora y media. Al salir de Tarajalillo ya llamaba la atención que ningún ciclista extranjero, de esos que terminan por desquiciar a los conductores, se cruzara en el camino. "¡Algo bueno debe tener que llueva!", pensé, mientras me incorporaba a la GC-1 y escuchaba en la radio la enorme cola de coches que me esperaba a la altura de Ingenio. Primera parada: aeropuerto de Gran Canaria. Por el reloj, 20 minutos para avanzar 10 kilómetros. Las cuentas hoy no me salen. Me da tiempo para escuchar el bombardeo publicitario de algunas emisoras locales, las últimas noticias del temporal, fumar un cigarro y mandar algún que otro whatsapp desde mi móvil con la absoluta satisfacción de que ningún agente de la Benemérita va a dedicarme su autógrafo. Hasta me daba tiempo a escuchar la conversación de mis vecinos que comentan la lentitud de la caravana desde sus ventanillas. Y, justo cuando mi paciencia estaba a punto de despedirse cordialmente de mí, la cola comenzó a progresar. No por mucho tiempo y solo en primera. Aquel avance me pareció todo un progreso para la Humanidad. Sin embargo, a la altura de La Garita, la caravana volvió a quedar en punto muerto. La cara de resignación y preocupación por llegar tarde al trabajo del resto de los conductores me agobiaba aún más. Por un momento pensé que mi destino se resumía a quedarme allí, atrapada, consumida en las cenizas del aburrimiento. Y en esto, el caos que formó el paso precipitado de una ambulancia entre los vehículos impulsó de nuevo la circulación. Los kilómetros que separan la playa de La Laja de la Avenida Marítima supusieron minutos de gloria: cascadas en las laderas, al estilo Tunte, movimiento fluido y, por ende, el fin de la odisea bajo las nubes amenazantes sobre la Isla.

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