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Reflexión

El pecado de la carne

El verdadero pecado de la carne no está en que, en caso de un consumo abusivo, un individuo cualquiera pueda incrementar el riesgo de desarrollar cáncer de colon. Reside en que a la larga este abuso puede acabar constituyendo un verdadero problema global, y esa es la parte que ha quedado orillada en la polémica por el último informe de la Agencia Internacional para la Investigación sobre el Cáncer, dependiente de la Organización Mundial de la Salud (OMS).

En primer lugar, no es una advertencia personalizada. Son numerosos los factores que determinan el riesgo individual de desarrollar un cáncer: genéticos y de hábitos. Obviamente, si existe una predisposición genética y se suman hábitos perniciosos, el riesgo aumenta.

Pero la OMS no trabaja para un individuo, sino que marca directrices generales de salud. Desde hace años han sido numerosas las investigaciones científicas que constatan la evidencia de que el abuso de la carne roja o procesada en la dieta conlleva riesgos de obesidad, enfermedades cardiovasculares y, también, aumento de cánceres diversos, especialmente los colorrectales.

Es decir, lo que el informe indica es que un país con un elevado consumo de carne por habitante tendrá una mayor incidencia de este tipo de enfermedades. Pero, ¿qué hacemos ahora cada uno de nosotros?

El consumo mundial de carne se ha disparado: se ha duplicado entre 1980 y 2004 y está previsto que la cantidad actual se duplique en la primera mitad de este siglo. Y si la presencia de carne en la dieta ya es muy elevada en los países desarrollados, asciende a un ritmo vertiginoso en los países emergentes, sobre todo en China.

Producir un kilo de carne viene a implicar el uso de unos 15.000 litros de agua, necesarios para producir el forraje o cereales que alimentan a los animales que han de ser sacrificados. Además, las explotaciones gigantescas en algunos países conllevan nuevas zonas de pasto que se obtienen a costa de deforestar espacios naturales. La carne le sale cara al planeta y va camino de serlo aún más.

Y lo cierto es que en la historia de la especie la carne no ha tenido una presencia tan acusada en la dieta como ahora. Los simios principalmente vegetarianos de los que procedemos afrontaron la necesidad de ingerir productos animales tras experimentar carestías alimenticias motivadas por cambios climáticos. Comer carne ayudó a forjar nuestro cerebro, pero su abuso ya empieza a ser un problema. Somos una especie adaptada a las hambrunas a la que la abundancia alimenticia del primer mundo le pasa factura en su salud.

El debate no es si se debe comer carne o no, sino qué carne debemos comer, cuánta, bajo qué condiciones y a qué precio. Y ese no es un problema que la OMS deje en manos de los consumidores, sino que deben afrontar los gobiernos.

¿Tiene sentido inundar el mercado de malos productos cárnicos, producidos y procesados industrialmente, obtenidos de animales que han vivido en pésimas condiciones que implican sufrimiento, sólo por el hecho de hacerlos baratos? ¿Y es justificable hacerlos baratos precisamente para primar su consumo entre las clases con menos recursos?

La respuesta a este alocado círculo vicioso está en la creciente tendencia a promover dietas más saludables, con menor impacto ecológico y en las que prime el consumo de productos locales, con un origen conocido y cuya calidad esté certificada. Precisamente en esa cuestión reside el reto de los gobiernos: velar por que la alimentación de sus ciudadanos sea adecuada, responsable y que no termine por reforzar las desigualdades sociales.

No hay que renunciar a nada, sino incorporarlo a la cesta de la compra y llevarlo a nuestra mesa de la manera adecuada. Y la penitencia por este "pecado de la carne" no puede recaer en cada individuo.

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