Cada año, el primero de noviembre, miles de personas de todos los puntos del Archipiélago encaminan sus pasos hacia los cementerios para honrar el recuerdo de los muertos. No es que los camposantos de las Islas no sean visitados con asiduidad el resto del año, pero lo cierto es que en estas fechas estos lugares de enterramiento registran una afluencia extraordinaria. En el calendario de festividades católicas, el Día de Todos los Santos, que se celebra el 1 de noviembre, y el Día de Difuntos, que se festeja la jornada siguiente, señalan a los vivos un momento de la existencia en el que les toca rendir homenaje a quienes ya no forman parte de ella. Cada cual repara, limpia, engalana las tumbas y los columbarios de sus allegados, pero casi todos acuden a la cita para recordar juntos, para conmemorar, para dignificar, sobre todo, la memoria de los muertos propios, pero también la de todos los muertos de todos los tiempos.

Las sociedades que se organizan en torno a la transmisión de una tradición a través del paso de las generaciones perciben la muerte como algo que está presente en cada etapa de la vida y conciben la vida como una realidad que se prolonga aún después de la muerte. La vida, en ellas, pues, se entiende como algo indisociable de la muerte. En cambio la cultura moderna mantiene relaciones contradictorias con la muerte. Se impone la tendencia a alejarla de la vida diaria: la gente ahora muere menos en casa y más en los hospitales, y a los difuntos, por lo general, ya no se les vela en el hogar, sino en los tanatorios. Costumbres como las de llevar luto o hacer cortejos para acompañar un cadáver en su camino al sepelio se desvanecen, sobre todo en las ciudades, pero también en los campos. La muerte solo hace acto de presencia diaria y multitudinaria a través de la distancia profiláctica de las pantallas de televisión y de los ordenadores conectados a las redes con su interminable flujo de muertes por guerras, catástrofes, crímenes o accidentes. Pero, pese a ese deseo de querer negar lo inevitable, la muerte y sus fantasmas perseveran en reclamar el sitio que les corresponde, un lugar más preeminente que el que les asignan las sociedades modernas. Y, en días como estos, los vivos hasta lo festejan.

Porque hay viejos ritos, quizá tan viejos como la humanidad misma, costumbres, tal vez, justamente, las que marcaron el tránsito del ser humano, que, pese a todo, no mueren, aunque sus vestiduras cambien con el paso del tiempo. Así, como en el resto de los puntos del planeta con los que se comparte tradición religiosa, pero con acentos culturales propios, el Archipiélago canario hace un alto, entre festivo y religioso, íntimo y público: muchos son quienes acuden a los camposantos para festejar el Día de Todos los Santos y el Día de Difuntos. Así pues los cementerios -algunos de los cuales como el de Vegueta, declarado Bien de Interés Cultural por su riqueza arquitectónica e histórica, así como por las ilustres tumbas que alberga- se sitúan estos días en el centro de la vida social. Pero ello no quiere decir que sean los camposantos los únicos lugares de las islas en los que se conmemora a los muertos. En las ciudades y en los pueblos, en las calles, las plazas y los espacios culturales de todas Canarias, tradiciones populares autóctonas han resurgido con fuerza en los últimos años, como la de los ranchos de ánimas, que se suma a la penetración cada vez más extendida de ritos procedentes del mundo anglosajón, como Halloween, seguidas sobre todo por los jóvenes. A la vez se programan títulos imprescindibles del repertorio teatral español como Don Juan Tenorio, organizan conciertos de música clásica especialmente concebidos para la Noche de Finados, sesiones de cuentos o exposiciones sobre los modos distintos en que se celebra la festividad en otras culturas.

Son estos, naturalmente, días que vienen cargados de nostalgia y cierta tristeza, especialmente para quienes han perdido recientemente a un ser querido o para los que, pese a que haya transcurrido mucho tiempo, nunca han conseguido hacer su duelo, pero lo son también de regocijo, porque el acto de conmemorar, de recordar juntos, estrecha los vínculos entre la comunidad. De este modo la explosión de color en los cementerios, que lucen más flores que nunca, es tal, que se convierten en una enorme manifestación de vitalidad, que a la vez es un gran exaltación de lo efímero, de lo provisorio de la belleza y la vida. En días como el de hoy, junto al dolor y la sentida emoción por los difuntos, la gente se congrega también en torno a los asaderos de castañas, uno de los más característicos frutos de la temporada; se obsequia con dulces, como los huesos de santo, elaborados especialmente para estos días que traen un regusto amargo; y se reúne para cantar las coplas populares propias del Día de Difuntos. Una mezcla tan fabulosa, tan paradójica, como intensa y hermosa.