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Miradas

La prueba

Hace bien poco, saltó a los medios una noticia impactante que invitaba a la reflexión sobre lo qué es la educación española en la actualidad. Una noticia que no sólo comprometía los niveles inferiores del sistema educativo, sino que alcanzaba a la universitaria. Según algunos estudios de la OCDE, un alumno japonés de secundaria vendría a tener los mismos conocimientos y competencias que un titulado universitario hispano. A primera vista, parece algo irrelevante, quizás un hecho que convierta a los nipones en dignos de elogio por su aplicación al estudio. Sin embargo, un análisis en profundidad de la situación conduciría, si se realiza con la debida seriedad, a un completo examen de lo que pasa en las aulas de este país tanto en las enseñanzas superiores como en las medias. Y el resultado, desde luego, no sería halagüeño. La madrileña universidad Rey Juan Carlos ha impuesto una "prueba de competencias" para obtener el ansiado grado en algunas carreras. Por ahora, son solo cuatro: Educación Infantil, Educación Primaria, Relaciones Laborales y Recursos Humanos, y, finalmente, Derecho. Los futuros titulados han puesto el grito en el cielo y ya piensan en interponer denuncias por flagrante incumplimiento del Real Decreto 1393/2007 de 29 de octubre que ordena las enseñanzas universitarias y el modo de consecución del grado en cada una de ellas. Tengan o no razón, el debate está servido. Un número muy alto de los egresados españoles, y precisamente en las aludidas carreras, no destaca por su solvencia en las pruebas objetivas a las que han sido sometidos, y me refiero a las que ellos mismos se han presentado por voluntad propia. Vale la pena recordar los escandalosos resultados de los aspirantes a una plaza de maestro en la co-munidad de Madrid, que hicieron sonrojar a toda una nación. Pero, aparte del espontáneo revuelo mediático y las jocosas ocurrencias de los parroquianos, nadie pareció poner freno al descontrol académico que evidenciaban unas respuestas imposibles en personas que portaban un título universitario como crédito de una formación exigente y rigurosa.

La decisión de la Rey Juan Carlos, siendo valiente en el fondo, muestra una grandísima descortesía en la superficie. Sobradamente, hacia los alumnos, pero también hacia la enseñanza universitaria en sí misma, porque, al intentar prestigiarla, aunque sea in extremis, viene a concluir en un despropósito mayúsculo, puesto que hace quebrar el edificio universitario justo por su base. Tal vez, lo óptimo hubiera sido insistir sobre los niveles inferio-res de la educación patria, donde se cimienta el error pedagógico desde antaño, antes que comprometer la salida académica de unas generaciones que han sido pasto de los sucesivos desmanes de la administración. Doblemente víctimas, ya sea de su escuálida formación en la etapa secundaria, ora por el desprecio con que son tratadas por el mercado laboral, esta juventud representa a la perfección los males de un sistema educativo que olvida la pertinente exigencia en los contenidos y en la posterior evaluación, y que, por el contrario, premia la mediocridad en todas sus manifestaciones. Es la universidad la que ya no quiere componendas y busca librarse de unas ataduras que ponían -y ponen- en peligro su existencia como centro superior de formación. Como decía el buen amigo, y exconsejero de Educación del Gobierno de Canarias, Isaac Godoy, los títulos ya "no son un mérito, sino un requisito", algo que se necesita para otro algo sin importar el qué, perdiendo su intima y exquisita necesidad. No son las improvisadas pruebas de fin de carrera el mejor medio para acreditar unos conocimientos que se dan por supuestos, ni tampoco el más honorable para unos universitarios que, en su esencia, son el fruto de una educación descabezada y fuertemente politizada. Repito, e insisto, el desastre está en Primaria y en Secundaria, curiosamente las etapas para las que la mitad de esos jóvenes han sido preparados como docentes. La verdad, da que pensar.

(*) Doctor en Historia y profesor de Filosofía

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