La sensación de incredulidad que siempre hace difícil asimilar la irrupción de la muerte, más cuando llega a gran escala, tiene unos tintes particulares en esta masacre parisina. Identificamos a Francia como la patria de la razón, incluso de la razón con filo de guillotina, una forma de muerte previsible y mecánica, lo que hace más indigerible la violencia indiscriminada que se desata tras invocar a un dios, siempre nebuloso y lejano y no sólo porque los fieles se asienten en el extrarradio.

Hay dos dimensiones de lo humano que los franceses han sabido acotar con una precisión cartesiana, aunque sometida a las continuas tiranteces del debate de una sociedad muy diversa. Por un lado están las convicciones que dibujan el terreno de lo común y fuera de ello las creencias que forman parte de la esfera individual. Para quien tiene los límites tan bien definidos, la tragedia se agranda con la dificultad de entender esa colisión entre dos mundos separados por concepciones radicales de la vida. En uno de ellos la existencia, incluso en las condiciones precarias que ha impuesto la devastación económica de los últimos años, conserva todavía un valor autónomo, siempre es un bien a preservar, mientras que para aquellos dispuestos a convertir una placentera noche de viernes en preámbulo de la nada, nuestro tiempo está supeditado a un fin que nos supera, un más allá que sólo alcanzan a vislumbrar los elegidos. Es una confrontación entre los ilustrados y los iluminados, los llegados de esa patria espiritual de la que siempre se dice con benevolencia que tiene una Ilustración pendiente.

Lo peor es que esa confrontación, como en París volvió a quedar patente, ha tomado la forma de guerra total, sin frente declarado, sin grandes ejércitos visibles cara a cara, en la que cualquiera puede convertirse en objetivo, en la que todos somos víctimas potenciales.

Como esquema de conflicto, la guerra total no resulta nueva. En discrepancia con muchos de sus colegas, el historiador David Bell retrotrae ese modelo de enfrentamiento a las guerras napoleónicas y a la manera en que en España se combatió al invasor. Una referencia que, en el caso de que la historia pueda servir de fuente de consuelo, resulta demasiado lejana como recurso que ayude a asimilar la masacre. Esa manera de combatir es otra de fuente de perplejidad para una ciudadanía que siempre se ha sentido protegida y que vuelve a comprobar con amargura que el enemigo puede alcanzar con facilidad el centro de su manera de entender el mundo y el gusto por vivir.