Esta va a ser una lucha larga, dura, dolorosa e incierta. La sociedad occidental tiene que estar preparada para cosas terribles por las que aún va a tener que pasar y para trabajar sin perder un minuto en la búsqueda de salidas. Habrá más atentados, por desgracia eso es seguro, y en la represalia tampoco está la solución, lo que no significa quedarse quietos, imbuidos de buenismo. A la masacre de París le sucedió esta semana la toma de un hotel de Malí, una acción más lejana desde nuestra perspectiva pero igual de monstruosa. A pesar del sufrimiento, la respuesta exige tanta serenidad como contundencia.

Lo de Francia y Malí ya ocurrió antes. En las Torres Gemelas, y en las estaciones de tren de Madrid, y en el metro de Londres, y en las mezquitas de Beirut, y en las playas del Mediterráneo norteafricano, y en el secuestro de niñas en el Congo, y en el avión ruso, y en la destrucción de monumentos, y en las decapitaciones? La fragilidad de la sociedad occidental, su aversión al sufrimiento, su amor al bienestar y a las certidumbres tienden a arrinconar con el paso del tiempo cada acción virulenta, en la creencia de que no existe mejor antídoto contra la repetición que olvidar cada desgarro.

Pero no. Sin hacer algo más allá de la repulsa, la solidaridad y la condena este problema no dejará de existir. Cuanto más tarden los países desarrollados en darse cuenta de que todo es parte de un metódico, despiadado y milimetrado plan de ataque a la civilización en el que ningún detalle queda a la improvisación mal podrán organizar su defensa y la erradicación del yihadismo. No estamos ante las acciones aisladas e inconexas de unos locos iluminados, sino ante las maniobras de unos grupos con gran inteligencia operativa y mucha capacidad táctica que conocen a la perfección nuestras debilidades y las explotan.

¿Es esto una contienda bélica como proclamó Hollande? ¿Una matanza irracional? ¿Una respuesta a la opresión? ¿Una rebelión contra el atraso y la carencia de recursos? Algunos ya intentan explotar aquí, en España, electoralmente el rechazo a la palabra guerra a tenor de la resonancia que despierta después de la experiencia atlantista de Aznar y los atentados del 11-M. Da igual cómo lo llamemos. Lo cierto es que estamos ante la mayor amenaza de este siglo. No hay que dejarse dominar por el miedo, pero nadie puede sentirse a salvo. No debe cundir la histeria, pero todos somos potenciales víctimas.

Para articular una réplica eficaz a lo que está ocurriendo antes es necesario realizar un análisis desapasionado de los hechos y de sus consecuencias. Saber lo que queremos, conocer las verdaderas razones de esta lacra -en consecuencia, tener ideas claras para extirparla-, y no sólo saber lo que no queremos, que sigan perpetrándose atentados. Necesitamos una respuesta con visión estratégica, meditando qué acciones militares y políticas son imprescindibles y cuáles contraproducentes, pero tiene que haber una respuesta. Frente a eso, los dirigentes vuelven a repetir las mismas palabras vacías, propuestas huecas y los lamentos de siempre.

Entender las causas significa huir de los simplismos. No existe en el fondo solo un problema de falta de educación y de pobreza, como afirman para consolarse los que abordan de manera superficial la cuestión. Gran parte de quienes abrazan el extremismo radical son personas con elevada formación y provenientes de familias sin agobios económicos. Muchos nacieron en la sociedad occidental y disfrutan con gusto de sus ventajas. Es la impotencia ante las injusticias que perciben en sus propias naciones, tiranías corruptas, y en las nuestras, sintiéndose ciudadanos de segunda por una distancia cultural que muchas veces no se esfuerzan en acortar, lo que les moviliza para buscar la redención a través de la "pureza espiritual", aseveran los estudiosos del origen del veneno terrorista. Pero estamos sobre todo bajo la amenaza de un Estado terrorista, liderado por unos fanáticos que quieren devolvernos por la fuerza a una práctica religiosa medieval para acabar con nuestro modo de vida que detestan.

Por eso, no habrá salida duradera y efectiva a estos padecimientos si en hallarla no se involucran también los propios países árabes, con un Oriente Próximo convertido en un laberinto de caudillos que practican el doble juego, odios cruzados y alianzas yuxtapuestas. Ni tampoco avanzaremos si no se produce un profundo cambio social más allá de las rotaciones de clanes en el poder, porque existen progresos incuestionables hoy, como la igualdad de la mujer, el laicismo o el respeto a la identidad sexual, que otros modelos de sociedad rechazan.

Las franquicias radicales rivalizan en espanto. Asistiremos en los próximos meses a debates encarnizados sobre medidas para defender la seguridad o la libertad, para buscar apaciguamientos melifluos o para aplastamientos. Tan peligrosas resultan unas como las otras. Alguien capaz de usar niños-bomba para su barbarie y de matar a inocentes sentados en una terraza o en la discoteca no merece otra cosa que la destrucción. Pero la contestación no puede beneficiar a los crueles, sembrando un caos que favorezca el reclutamiento de nuevos fascinados por el extremismo. Ni la ausencia de ella a los xenófobos, deseosos de crecer criminalizando al islam y al inmigrante pacífico y trabajador.

Lo que los ciudadanos no pueden permitir en asuntos tan comprometidos, en los que podemos perder muchas conquistas, es que persista la estructural inoperancia de esta Europa sin fe en su propia fortaleza. La UE todavía discute sin llegar a acuerdos un sistema de registro de pasajeros decidido tras la masacre de Madrid, hace doce años, y que nunca fue puesto en práctica. Por cierto, el tiempo ha dejado al descubierto la estupidez de los políticos en aquel 11-M. Unos quisieron liquidar el asunto echando la culpa a ETA. Otros creyeron que lo habíamos buscado a pulso por apoyar la invasión de Irak y reverenciar a la bandera norteamericana. Sus miras eran míseras, y el germen del mal, como vemos después, mucho más complejo.