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La oportunidad de Cameron

Los trágicos acontecimientos de París han dejado entre brumas que el primer ministro británico, David Cameron, presentó 72 horas antes de los atentados sus exigencias para renegociar la permanencia del Reino Unido en una UE reformada. No faltó entonces el tertuliano que buscase analogías entre la amenaza británica de dejar la Unión y el intento de rebelión secesionista del Parlamento catalán. La ocurrencia -loable, pues alerta sobre el daño que los arrebatos nacionalistas infligen a las capacidades analíticas- resulta ser una falacia supina: la Constitución de 1978 no contiene disposición comparable al artículo 50 del Tratado de Lisboa, que regula el procedimiento de salida de la Unión. Dicho en plata, Europa es un club donde la baja es posible sin caer en insurrección. España, salvo reforma constitucional, no.

Cameron ha organizado sus exigencias en cuatro apartados, de los que sólo uno ha sido calificado por las instancias comunitarias de "altamente problemático". Los otros tres, que en esencia reclaman una Europa asimétrica a múltiples velocidades, deberían ser vistos como salutíferos por una UE que, tras comerse de un bocado el Telón de Acero, padece insuficiencia digestiva crónica y necesita reformas. Máxime cuando la crisis de los refugiados ha agudizado sus disfunciones y ha revelado las insuficiencias de la locomotora alemana para asimilar las consecuencias de decisiones políticas que Berlín ha adoptado sin consenso.

En primer lugar, Cameron aborda la cuestión del euro, que todos los países miembros salvo el Reino Unido y Dinamarca están obligados a adoptar cuando reúnan los requisitos. Londres pretende que la UE reconozca que tiene y tendrá más de una divisa -algo de lo que el BCE no quiere ni oír hablar- y que, por tanto, estar ausente del euro no puede causar discriminación que rompa el Mercado Único, obligue a financiar políticas de la eurozona -léase Grecia- o imponga medidas -léase unión bancaria- decididas por la eurozona.

En segundo lugar, y apelando a una competitividad que genere crecimiento y empleo, Cameron quiere más desregulación de los flujos de capital, bienes y servicios, lo que se traduce en frenar la producción de legislación comunitaria y simplificar la ya existente. Este punto enlaza con el tercero, la soberanía nacional. Londres exige quedarse al margen de la progresiva integración política establecida en el Tratado de Lisboa, reforzar el papel de los Parlamentos nacionales y recuperar el principio de subsidiariedad: que no haga la Unión lo que puedan hacer los estados.

Es en el cuarto apartado, la inmigración, donde ha saltado la alarma. El paladín neothatcheriano del libre flujo financiero y comercial se queja, fiel a sus esencias, del "insostenible" peso de los extranjeros en la educación, la sanidad y los servicios públicos. Por ello propone que, antes de recibir ayudas sociales, todos los inmigrantes comunitarios paguen impuestos cuatro años. Para argüir que la medida no es discriminatoria, Londres precisa que la misma exigencia se hará a los británicos, lo que agiganta el cariz antisocial de ese recorte.

Hasta aquí las propuestas. El problema para Cameron es la dimensión política del proceso en el Reino Unido, donde un eventual acuerdo será sometido a referéndum. El líder "tory", espoleado por los eurófobos xenófobos del UKIP, jugó en campaña con el viejo euroescepticismo de sus electores y les prometió un referéndum de salida. Llegada la hora, y en un quiebro similar al del PSOE con la OTAN, lo convierte en consulta para quedarse.

Trampas al margen, la partida se jugará en dos actos. El primero, con los socios comunitarios, en una negociación que a la UE, necesitada de soltar plomo, debería permitirle reflexionar sobre sí misma. El segundo, con los electores, muchos de los cuales ven insuficientes las exigencias. Al final, aunque los británicos optasen por dejar a la UE sin su segundo contribuyente, le habrán dado al menos la oportunidad de pensar cómo retrasa su caída en el pozo oscuro de la Historia. Que la aproveche es otra cosa.

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